Thursday, April 21, 2005

marx-Tesis

Tesis sobre Feuerbach (1845)

1. El defecto fundamental de todo el materialismo anterior -incluido el de Feuerbach- es que sólo concibe las cosas, la realidad, la sensoriedad, bajo la forma de objeto o de contemplación, pero no como actividad sensorial humana, no como práctica, no de un modo subjetivo. De aquí que el lado activo fuese desarrollado por el idealismo, por oposición al materialismo, pero sólo de un modo abstracto, ya que el idealismo, naturalmente, no conoce la actividad real, sensorial, como tal. Feuerbach quiere objetos sensoriales, realmente distintos de los objetos conceptuales; pero tampoco él concibe la propia actividad humana como una actividad objetiva. Por eso, en La esencia del cristianismo sólo considera la actitud teórica como la auténticamente humana, mientras que concibe y fija la práctica sólo en su forma suciamente judaica de manifestarse. Por tanto, no comprende la importancia de la actuación "revolucionaria", "práctico-crítica".

2. El problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una verdad objetiva, no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. El litigio sobre la realidad o irrealidad de un pensamiento que se aísla de la práctica, es un problema puramente escolástico.

3. La teoría materialista de que los hombres son producto de las circunstancias y de la educación, y de que por tanto, los hombres modificados son producto de circunstancias distintas y de una educación modificada, olvida que son los hombres, precisamente, los que hacen que cambien las circunstancias y que el propio educador necesita ser educado. Conduce, pues, forzosamente, a la sociedad en dos partes, una de las cuales está por encima de la sociedad (así, por ej.,, en Roberto Owen).

La coincidencia de la modificación de las circunstancias y de la actividad humana sólo puede concebirse y entenderse racionalmente como práctica revolucionaria.

4. Feuerbach arranca de la autoenajenación religiosa, del desdoblamiento del mundo en un mundo religioso, imaginario, y otro real. Su cometido consiste en disolver el mundo religioso, reduciéndolo a su base terrenal. No advierte que, después de realizada esta labor, queda por hacer lo principal. En efecto, el que la base terrenal se separe de sí misma y se plasme en las nubes como reino independiente, sólo puede explicarse por el propio desgarramiento y la contradicción de esta base terrenal consigo misma. Por tanto, lo primero que hay que hacer es comprender ésta en su contradicción y luego revolucionarla prácticamente eliminando la contradicción. Por consiguiente, después de descubrir, v. gr., en la familia terrenal el secreto de la sagrada familia, hay que criticar teóricamente y revolucionar prácticamente aquélla.

5. Feuerbach, no contento con el pensamiento abstracto, apela a la contemplación sensorial; pero no concibe la sensoriedad como una actividad sensorial humana práctica.

6. Feuerbach diluye la esencia religiosa en la esencia humana. Pero la esencia humana no es algo abstracto inherente a cada individuo. Es, en su realidad, el conjunto de las relaciones sociales.

Feuerbach, que no se ocupa de la crítica de esta esencia real, se ve, por tanto, obligado:

1.) A hacer abstracción de la trayectoria histórica, enfocando para sí el sentimiento religioso (Gemüt) y presuponiendo un individuo humano abstracto, aislado

2.) En él, la esencia humana sólo puede concebirse como "género", como una generalidad interna, muda, que se limita a unir naturalmente los muchos individuos.

7. Feuerbach no ve, por tanto, que el "sentimiento religioso" es también un producto social y que el individuo abstracto que él analiza pertenece, en realidad, a una determinada forma de sociedad.

8. La vida social es, en esencia, práctica. Todos los misterios que descarrían la teoría hacia el misticismo, encuentran su solución racional en la práctica humana y en la comprensión de esa práctica.

9. A lo que mas llega el materialismo contemplativo, es decir, el materialismo que no concibe la sensoriedad como actividad práctica, es a contemplar a los distintos individuos dentro de la "sociedad civil".

10. El punto de vista del antiguo materialismo es la sociedad "civil; el del nuevo materialismo, la sociedad humana o la humanidad socializada.

11. Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo.


Notas.-

* Escrito en alemán por Karl Marx en la primavera de 1845. Fue publicado por primera vez por Friedrich Engels en 1888 como apéndice a la edición aparte de su "Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana".


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Wednesday, April 20, 2005

benjamin

Tesis de filosofía de la historia (*)

WALTER BENJAMIN


1
Es notorio que ha existido, según se dice, un autómata construido de tal manera que resultaba capaz de replicar a cada jugada de un ajedrecista con otra jugada contraria que le aseguraba ganar la partida. Un muñeco trajeado a la turca, en la boca una pipa de narguile, se sentaba a tablero apoyado sobre una mesa espaciosa. Un sistema de espejos despertaba la ilusión de que esta mesa era transparente por todos sus lados. En realidad se sentaba dentro un enano jorobado que era un maestro en el juego del ajedrez y que guiaba mediante hilos la mano del muñeco. Podemos imaginarnos un equivalente de este aparato en la filosofía. Siempre tendrá que ganar el muñeco que llamamos "materialismo histórico". Podrá habérselas sin más ni más con cualquiera, si toma a su servicio a la teología que, como es sabido, es hoy pequeña y fea y no debe dejarse ver en modo alguno.
2
"Entre las peculiaridades más dignas de mención del temple humano", dice Lotz, "cuenta, a más de tanto egoísmo particular, la general falta de envidia del presente respecto a su futuro". Esta reflexión nos lleva a pensar que la imagen de felicidad que albergamos se halla enteramente teñida por el tiempo en el que de una vez por todas nos ha relegado el decurso de nuestra existencia. La felicidad que podría despertar nuestra envidia existe sólo en el aire que hemos respirado, entre los hombres con los que hubiésemos podido hablar, entre las mujeres que hubiesen podido entregársenos. Con otras palabras, en la representación de felicidad vibra inalienablemente la de redención. Y lo mismo ocurre con la representación de pasado, del cual hace la historia asunto suyo. El pasado lleva consigo un índice temporal mediante el cual queda remitido a la redención. Existe una cita secreta entre las generaciones que fueron y la nuestra. Y como a cada generación que vivió antes que nosotros, nos ha sido dada una flaca fuerza mesiánica sobre la que el pasado exige derechos. No se debe despachar esta exigencia a la ligera. Algo sabe de ello el materialismo histórico.
3
El cronista que narra los acontecimientos sin distinguir entre los grandes y los pequeños, da cuenta de una verdad: que nada de lo que una vez haya acontecido ha de darse por perdido para la historia. Por cierto, que sólo a la humanidad redimida le cabe por completo en suerte su pasado. Lo cual quiere decir: sólo para la humanidad redimida se ha hecho su pasado citable en cada uno de sus momentos. Cada uno de los instantes vividos se convierte en una citation a I'ordre du jour, pero precisamente del día final.
4
Buscad primero comida y vestimenta, que el reino de Dios se os dará luego por sí mismo. (HEGEL, 1807)..
La lucha de clases, que no puede escapársele de vista a un historiador educado en Marx, es una lucha por las cosas ásperas y materiales sin las que no existen las finas y espirituales. A pesar de ello estas últimas están presentes en la lucha de clases de otra manera a como nos representaríamos un botín que le cabe en suerte al vencedor. Están vivas en ella como confianza, como coraje, como humor, como astucia, como denuedo, y actúan retroactivamente en la lejanía de los tiempos. Acaban por poner en cuestión toda nueva victoria que logren los que dominan. Igual que flores que tornan al sol su corola, así se empeña lo que ha sido, por virtud de un secreto heliotropismo, en volverse hacia el sol que se levanta en el cielo de la historia. El materialista histórico tiene que entender de esta modificación, la más imperceptible de todas.


5
La verdadera imagen del pasado transcurre rápidamente. Al pasado sólo puede retenérsele en cuanto imagen que relampaguea, para nunca más ser vista, en el instante de su cognoscibilidad. "La verdad no se nos escapará"; esta frase, que procede de Gottfried Keller, designa el lugar preciso en que el materialismo histórico atraviesa la imagen del pasado que amenaza desaparecer con cada presente que no se reconozca mentado en ella. (La buena nueva, que el historiador, anhelante, aporta al pasado viene de una boca que quizás en el mismo instante de abrirse hable al vacío.)
6
Articular históricamente lo pasado no significa conocerlo "tal y como verdaderamente ha sido". Significa adueñarse de un recuerdo tal y como relumbra en el instante de un peligro. Al materialismo histórico le incumbe fijar una imagen del pasado tal y como se le presenta de improviso al sujeto histórico en el instante del peligro. El peligro amenaza tanto al patrimonio de la tradición como a los que lo reciben. En ambos casos es uno y el mismo: prestarse a ser instrumento de la clase dominante. En toda época ha de intentarse arrancar la tradición al respectivo conformismo que está a punto de subyugarla. El Mesías no viene únicamente como redentor; viene como vencedor del Anticristo. El don de encender en lo pasado la chispa de la esperanza sólo es inherente al historiador que está penetrado de lo siguiente: tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo cuando éste venza. Y este enemigo no ha cesado de vencer.
7
Pensad qué oscuro y qué helador es este valle que resuena a pena. (BRECHT: La ópera de cuatro cuartos.)
Fustel de Coulanges recomienda al historiador, que quiera revivir una época, que se quite de la cabeza todo lo que sepa del decurso posterior de la historia. Mejor no puede calarse el procedimiento con el que ha roto el materialismo histórico. Es un procedimiento de empatía. Su origen está en la desidia del corazón, en la acedía que desespera de adueñarse de la auténtica imagen histórica que relumbra fugazmente. Entre los teólogos de la Edad media pasaba por ser la razón fundamental de la tristeza. Flaubert, que hizo migas con ella, escribe: "Peu de gens devineront combien il a fallu étre triste pour ressusciter Carthage". La naturaleza de esa tristeza se hace patente al plantear la cuestión de con quién entra en empatía el historiador historicista. La respuesta es innegable que reza así: con el vencedor. Los respectivos dominadores son los herederos de todos los que han vencido una vez. La empatía con el vencedor resulta siempre ventajosa para los dominadores de cada momento. Con lo cual decimos lo suficiente al materialista histórico. Quien hasta el día actual se haya llevado la victoria, marcha en el cortejo triunfal en el que los dominadores de hoy pasan sobre los que también hoy yacen en tierra. Como suele ser costumbre, en el cortejo triunfal llevan consigo el botín. Se le designa como bienes de cultura. En el materialista histórico tienen que contar con un espectador distanciado. Ya que los bienes culturales que abarca con la mirada, tienen todos y cada uno un origen que no podrá considerar sin horror. Deben su existencia no sólo al esfuerzo de los grandes genios que los han creado, sino también a la servidumbre anónima de sus contemporáneos. Jamás se da un documento de cultura sin que lo sea a la vez de la barbarie. E igual que él mismo no está libre de barbarie, tampoco lo está el proceso de transmisión en el que pasa de uno a otro. Por eso el materialista histórico se distancia de él en la medida de lo posible. Considera cometido suyo pasarle a la historia el cepillo a contrapelo.
8
La tradición de los oprimidos nos enseña que la regla es el "estado de excepción" en el que vivimos. Hemos de llegar a un concepto de la historia que le corresponda. Tendremos entonces en mientes como cometido nuestro provocar el verdadero estado de excepción; con lo cual mejorará nuestra posición en la lucha contra el fascismo. No en dltimo término consiste la fortuna de éste en que sus enemigos salen a su encuentro, en nombre del progreso, como al de una norma histórica. No es en absoluto filosófico el asombro acerca de que las cosas que estamos viviendo sean "todavía" posibles en el siglo veinte. No está al comienzo de ningdn conocimiento, a no ser de éste: que la representación de historia de la que procede no se mantiene.
9
Tengo las alas prontas para alzarme, Con gusto vuelvo atrás, Porque de seguir siendo tiempo vivo, Tendría poca suerte. (GERHARD SCHOLEM: Gruss vom Angelus.)
Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En él se representa a un ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse de algo que le tiene pasmado. Sus ojos están desmesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas. Y este deberá ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irreteniblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso.
10
Los temas de meditación que la regla monástica señalaba a los hermanos tenían por objeto prevenirlos contra el mundo y contra sus pompas. La concatenación de ideas que ahora seguimos procede de una determinación parecida. En un momento en que los políticos, en los cuales los enemigos del fascismo habían puesto sus esperanzas, están por el suelo y corroboran su derrota traicionando su propia causa, dichas ideas pretenden liberar a la criatura política de las redes con que lo han embaucado. La reflexión parte de que la testaruda fe de estos políticos en el progreso, la confianza que tienen en su "base en las masas" y finalmente su servil inserción en un aparato incontrolable son tres lados de la misma cosa. Además procura darnos una idea de lo cara que le resultará a nuestro habitual pensamiento una representación de la historia que evite toda complicidad con aquella a la que los susodichos políticos siguen aferrándose.
11
El conformismo, que desde el principio ha estado como en su casa en la socialdemocracia, no se apega sólo a su táctica política, sino además a sus concepciones económicas. El es una de las causas del derrumbamiento ulterior. Nada ha corrompido tanto a los obreros alemanes como la opinión de que están nadando con la corriente. El desarrollo técnico era para ellos la pendiente de la corriente a favor de la cual pensaron que nadaban. Punto éste desde el que no había más que un paso hasta la ilusión de que el trabajo en la fábrica, situado en el impulso del progreso técnico, representa una ejecutoria política. La antigua moral protestante del trabajo celebra su resurrección secularizada entre los obreros alemanes. Ya el "Programa de Gotha" lleva consigo huellas de este embrollo. Define el trabajo como "la fuente de toda riqueza y toda cultura". Barruntando algo malo, objetaba Marx que el hombre que no posee otra propiedad que su fuerza de trabajo "tiene que ser esclavo de otros hombres que se han convertido en propietarios". No obstante sigue extendiéndose la confusión y enseguida proclamará Josef Dietzgen: "El Salvador del tiempo nuevo se llama trabajo. En... la mejora del trabajo... consiste la riqueza, que podrá ahora consumar lo que hasta ahora ningún redentor ha llevado a cabo". Este concepto marxista vulgarizado de lo que es el trabajo no se pregunta con la calma necesaria por el efecto que su propio producto hace a los trabajadores en tanto no puedan disponer de él. Reconoce únicamente los progresos del dominio de la naturaleza, pero no quiere reconocer los retrocesos de la sociedad. Ostenta ya los rasgos tecnocráticos que encontraremos más tarde en el fascismo. A éstos pertenece un concepto de la naturaleza que se distingue catastróficamente del de las utopías socialistas anteriores a 1848. El trabajo, tal y como ahora se le entiende, desemboca en la explotación de la naturaleza que, con satisfacción ingenua, se opone a la explotación del proletariado. Comparadas con esta concepción positivista demuestran un sentido sorprendentemente sano las fantasías que tanta materia han dado para ridiculizar a un Fourier. Según éste, un trabajo social bien dispuesto debiera tener como consecuencias que cuatro lunas iluminasen la noche de la tierra, que los hielos se retirasen de los polos, que el agua del mar ya no sepa a sal y que los animales feroces pasen al servicio de los hombres. Todo lo cual ilustra un trabajo que, lejos de explotar a la naturaleza, está en situación de hacer que alumbre las criaturas que como posibles dormitan en su seno. Del concepto corrompido de trabajo forma parte como su complemento la naturaleza que, según se expresa Dietzgen, "está ahí gratis".
12
Necesitamos de la historia, pero la necesitamos de otra manera a como la necesita el holgazán mimado en los jardines del saber. (NIETZSCHE: Sobre las ventajas e inconvenientes de la historia.)
La clase que lucha, que está sometida, es el sujeto mismo del conocimiento histórico. En Marx aparece como la última que ha sido esclavizada, como la clase vengadora que lleva hasta el final la obra de liberación en nombre de generaciones vencidas. Esta consciencia, que por breve tiempo cobra otra vez vigencia en el espartaquismo, le ha resultado desde siempre chabacana a la socialdemocracia. En el curso de tres decenios ha conseguido apagar casi el nombre de un Blanqui cuyo timbre de bronce había conmovido al siglo precedente. Se ha complacido en cambio en asignar a la clase obrera el papel de redentora de generaciones futuras. Con ello ha cortado los nervios de su fuerza mejor. La clase desaprendió en esta escuela tanto el odio como la voluntad de sacrificio. Puesto que ambos se alimentan de la imagen de los antecesores esclavizados y no del ideal de los descendientes liberados.
13
Nuestra causa se hace más clara cada día y cada día es el pueblo más sabio. (WILHELM DIETZGEN: La religión de la socialdemocracia.)
La teoría socialdemócrata, y todavía más su praxis, ha sido determinada por un concepto de progreso que no se atiene a la realidad, sino que tiene pretensiones dogmáticas. El progreso, tal y como se perfilaba en las cabezas de la socialdemocracia, fue un progreso en primer lugar de la humanidad misma (no sólo de sus destrezas y conocimientos). En segundo lugar era un progreso inconcluible (en correspondencia con la infinita perfectibilidad humana). Pasaba por ser, en tercer lugar, esencialmente incesante (recorriendo por su propia virtud una órbita recta o en forma espiral). Todos estos predicados son controvertibles y en cada uno de ellos podría iniciarse la crítica. Pero si ésta quiere ser rigurosa, deberá buscar por detrás de todos esos predicados y dirigirse a algo que les es común. La representación de un progreso del género humano en la historia es inseparable de la representación de la prosecución de ésta a lo largo de un tiempo homogéneo y vacío. La crítica a la representación de dicha prosecución deberá constituir la base de la crítica a tal representación del progreso.
14
La meta es el origen. (KARL KRAUS: Palabras en verso.)
La historia es objeto de una construcción cuyo lugar no está constituido por el tiempo homogéneo y vacío, sino por un tiempo pleno, "tiempo - ahora". Así la antigua Roma fue para Robespierre un pasado cargado de "tiempo - ahora" que él hacía saltar del continuum de la historia. La Revolución francesa se entendió a sí misma como una Roma que retorna. Citaba a la Roma antigua igual que la moda cita un ropaje del pasado. La moda husmea lo actual dondequiera que lo actual se mueva en la jungla de otrora. Es un salto de tigre al pasado. Sólo tiene lugar en una arena en la que manda la clase dominante. El mismo salto bajo el cielo despejado de la historia es el salto dialéctico, que así es como Marx entendió la revolución.
15
La consciencia de estar haciendo saltar el continuum de la historia es peculiar de las clases revolucionarias en el momento de su acción. La gran Revolución introdujo un calendario nuevo. El día con el que comienza un calendario cumple oficio de acelerador histórico del tiempo. Y en el fondo es el mismo día que, en figura de días festivos, días conmemorativos, vuelve siempre. Los calendarios no cuentan, pues, el tiempo como los relojes.
Son monumentos de una consciencia de la historia de la que no parece haber en Europa desde hace cien años la más leve huella. Todavía en la Revolución de julio se registró un incidente en el que dicha consciencia consiguió su derecho. Cuando llegó el anochecer del primer día de lucha, ocurrió que en varios sitios de París, independiente y simultáneamente, se disparó sobre los relojes de las torres. Un testigo ocular, que quizás deba su adivinación a la rima, escribió entonces:
"Qui le croirait!, on dit, qu'irrités contre I'heure
De nouveaux Josués au pied de chaque tour,
Tiraient sur les cadrans pour arrLter le jour."

16
El materialista histórico no puede renunciar al concepto de un presente que no es transición, sino que ha llegado a detenerse en el tiempo. Puesto que dicho concepto define el presente en el que escribe historia por cuenta propia. El historicismo plantea la imagen "eterna" del pasado, el materialista histórico en cambio plantea una experiencia con él que es única. Deja a los demás malbaratarse cabe la prostituta "Érase una vez" en el burdel del historicismo. El sigue siendo dueño de sus fuerzas: es lo suficientemente hombre para hacer saltar el continuum de la historia.
17
El historicismo culmina con pleno derecho en la historia universal. Y quizás con más claridad que de ninguna otra se separa de ésta metódicamente la historiografía materialista. La primera no tiene ninguna armadura teórica. Su procedimiento es aditivo; proporciona una masa de hechos para llenar el tiempo homogéneo y vacío. En la base de la historiografía materialista hay por el contrario un principio constructivo. No sólo el movimiento de las ideas, sino que también su detención forma parte del pensamiento. Cuando éste se para de pronto en una constelación saturada de tensiones, le propina a ésta un golpe por el cual cristaliza en mónada. El materialista histórico se acerca a un asunto de historia únicamente, solamente cuando dicho asunto se le presenta como mónada. En esta estructura reconoce el signo de una detención mesiánica del acaecer, o dicho de otra manera: de una coyuntura revolucionaria en la lucha en favor del pasado oprimido. La percibe para hacer que una determinada época salte del curso homogéneo de la historia; y del mismo modo hace saltar a una determinada vida de una época y a una obra determinada de la obra de una vida. El alcance de su procedimiento consiste en que la obra de una vida está conservada y suspendida en la obra, en la obra de una vida la época y en la época el decurso completo de la historia. El fruto alimenticio de lo comprendido históricamente tiene en su interior al tiempo como la semilla más preciosa, aunque carente de gusto.
18
"Los cinco raquíticos decenios del homo sapiens", dice un biólogo moderno, "representan con relación a la historia de la vida orgánica sobre la tierra algo así como dos segundos al final de un día de veinticuatro horas. Registrada según está escala, la historia entera de la humanidad civilizada llenaría un quinto del último segundo de la última hora". El tiempo - ahora, que como modelo del mesiánico resume en una abreviatura enorme la historia de toda la humanidad, coincide capilarmente con la figura que dicha historia compone en el universo.
A
El historicismo se contenta con establecer un nexo causal de diversos momentos históricos. Pero ningún hecho es ya histórico por ser causa. Llegará a serlo póstumamente a través de datos que muy bien pueden estar separados de él por milenios. El historiador que parta de ello, dejará de desgranar la sucesión de datos como un rosario entre sus dedos. Captará la constelación en la que con otra anterior muy determinada ha entrado su propia época. Fundamenta así un concepto de presente como "tiempo - ahora" en el que se han metido esparciéndose astillas del mesiánico.
B
Seguro que los adivinos, que le preguntaban al tiempo lo que ocultaba en su regazo, no experimentaron que fuese homogéneo y vacío. Quien tenga esto presente, quizás llegue a comprender cómo se experimentaba el tiempo pasado en la conmemoración: a saber, conmemorándolo. Se sabe que a los judíos les estaba prohibido escrutar el futuro. En cambio la Thora y la plegaria les instruyen en la conmemoración. Esto desencantaba el futuro, al cual sucumben los que buscan información en los adivinos. Pero no por eso se convertía el futuro para los judíos en un tiempo homogéneo y vacío. Ya que cada segundo era en él la pequeña puerta por la que podía entrar el Mesías.

(*) Escritas entre 1940 y 1955

Monday, April 18, 2005

bauman

ZYGMUNT BAUMAN

1. LA SOCIOLOGÍA DESPUÉS DEL HOLOCAUSTO
En la actualidad, la civilización incluye los campos de muerte y Muselmänner entre sus productos materiales y espirituales.
Para la sociología, en cuanto teoría de la civilización, de la modernidad y de la civilización moderna, existen dos formas de minimizar, juzgar erróneamente o negar la importancia del Holocausto.
Una de ellas es presentar el Holocausto como algo que les sucedió a los judíos, como un acontecimiento que pertenece a la historia judía. Esto convierte al Holocausto en algo único, cómodamente atípico y sociológicamente intrascendente. El ejemplo más corriente de este enfoque es presentar el Holocausto como el punto culminante del antisemitismo europeo y cristiano, en sí mismo, un fenómeno único que no se puede comparar con el amplio y denso repertorio de prejuicios y agresiones étnicas o religiosas. El antisemitismo destaca entre todos los otros casos de antagonismos colectivos por su sistematicidad sin precedentes, por su intensidad ideológica, por su difusión supranacional y supraterritorial y por su mezcla única de fuentes y afluentes nacionales y universales. Mientras se defina al Holocausto como, por decirlo de alguna manera, la continuación del antisemitismo por otros medios seguirá pareciendo un “conjunto de un solo elemento”, un episodio aislado que acaso arroja alguna luz sobre la patología de la sociedad donde se produjo, pero que no aporta casi nada al entendimiento que podamos tener del estado normal de esa sociedad. Y menos aún reclama una revisión significativa del entendimiento ortodoxo de la tendencia histórica de la modernidad, del proceso civilizador o de las cuestiones de interés para la investigación sociológica.
La otra vía, que aparentemente apunté en la dirección opuesta, aunque, en la práctica, conduce al mismo punto de destino, consiste en presentar el Holocausto como un caso extremo dentro de una amplia categoría de fenómenos sociales habituales, una categoría odiosa y repelente con la que, sin embargo, podemos y debemos convivir. Debemos convivir con ella debido a su capacidad de adaptación y a su omnipresencia, pero, sobre todo, porque la sociedad moderna ha sido desde siempre, es y seguirá siendo, una organización diseñada para reducirla e incluso para eliminarla por completo. En consecuencia, se clasifica al Holocausto como un elemento más, aunque importante, de una clase muy amplia que abarca muchos casos “semejantes” de conflicto, prejuicio o agresión. En el peor de los casos, se atribuye el Holocausto a una predisposición “natural”, primitiva y culturalmente inextinguible de la especie humana ﷓lo mismo que la agresión instintiva de Lorentz o el fracaso del neocórtex para controlar la parte antigua del cerebro que rige las emociones descrito por Arthur Koestler. Los factores responsables del Holocausto, en tanto que presociales e inmunes a la manipulación cultural, se han eliminado de forma efectiva del ámbito del interés sociológico. En el mejor de los casos, el Holocausto se sitúa entre los genocidios más pavorosos y siniestros, categoría que resulta teóricamente abordable. O bien se desvanece en la categoría amplia y conocida de opresión y persecución étnica, cultural o racial. Se tome el camino que se tome, los efectos son muy parecidos. El Holocausto forma parte de la corriente de la historia por todos conocida:
Cuando se examina de esta manera y se acompaña haciendo adecuada referencia de otros horrores históricos (las cruzadas religiosas, la matanza de los herejes albigenses, la de los armenios a manos de los turcos o incluso la invención británica de los campos de concentración durante la guerra de los Boers) resulta fácil considerar el Holocausto como un caso “único”, pero normal después de todo.
O bien se integra en la relación, conocida por todos, de los cientos de años de ghettos, discriminación legal, pogroms y persecuciones de los judíos en la Europa cristiana y entonces se revela como una consecuencia especialmente monstruosa, aunque completamente lógica, del odio étnico y religioso. De cualquier manera, la bomba queda desactivada. Ya no es necesario hacer ninguna revisión importante de nuestra teoría social. Nuestras visiones de la modernidad, de su potencial no manifestado aunque siempre presente o de su tendencia histórica, no precisan otro examen ya que los métodos y conceptos que acumula la sociología son totalmente adecuados para acometer esta empresa, para “explicarla”, para “hacer que tenga sentido” y para entenderla. El resultado global es la autosatisfacción teórica. En realidad, no sucedió nada que justifique que se tenga que volver a criticar el modelo de sociedad moderna que ha resultado tan útil como marco teórico y como legitimación pragmática de los métodos sociológicos.
Hasta aquí, los historiadores y los teólogos han sido los que se han mostrado más en desacuerdo con esta actitud de autosatisfacción y autofelicitación. Los sociólogos han prestado muy poca atención a esas voces. Las aportaciones de los sociólogos profesionales a los estudios sobre el Holocausto, cuando se comparan con la enorme cantidad de trabajo que han realizado los historiadores y el volumen del examen de conciencia llevado a cabo por los teólogos, tanto cristianos como judíos, parecen marginales e insignificantes. Estos estudios sociológicos vienen a demostrar más allá de cualquier duda razonable que el Holocausto tiene más que decir sobre la situación de la sociología de lo que la sociología, en su estado actual, puede añadir a nuestro conocimiento de lo que fue el Holocausto. Los sociólogos todavía no se han enfrentado a este hecho tan alarmante, y mucho menos han respondido a él.
La manera en que la profesión sociológica percibe su labor con respecto al hecho denominado “Holocausto” la ha explicado muy atinadamente uno de sus representantes más eminentes, Everett C. Hughes: El gobierno nacional socialista de Alemania realizó el “trabajo sucio” más colosal de la historia de los judíos. Los problemas fundamentales relacionados con este acontecimiento son 1) ¿quiénes son las. personas que realmente hicieron este trabajo?, y 2) ¿cuáles son las circunstancias en las que otras “buenas” personas les permitieron realizarlo? Lo que necesitamos es conocer mejor las señales de su ascenso al poder y la mejor manera de mantenerlos alejados de él.
Hughes, fiel a los sólidos principios del método sociológico, parte, del principio de que el problema consiste en descubrir la combinación característica de factores psicosociales que se pueden relacionar de forma razonable (en cuanto variable determinante) con las tendencias de comportamiento características de los que llevaron a cabo el “trabajo sucio”, en enumerar otra serie de factores que relativicen la (esperable, aunque no efectiva) resistencia contra estas tendencias por parte de otras personas y en conseguir, finalmente, algún conocimiento aclaratorio y prospectivo que, en este mundo organizado de forma racional, regido por leyes causales y probabilidades estadísticas, permita evitar a quienes posean estos conocimientos que las tendencias “sucias” vean la luz, que se expresen en comportamientos reales y que logren sus nocivos efectos “sucios”. Este último cometido se logrará, según cabe suponer, aplicando el mismo modelo de acción que ha hecho que nuestro mundo esté organizado racionalmente y sea manipulable y “controlable”. Lo que nos hace falta es una tecnología más avanzada para proseguir con la antigua, aunque en ningún caso desacreditada, actividad de ingeniería social.
En la que, hasta la fecha, es la aportación sociológica claramente más importante al estudio del Holocausto, Helen Feins ha seguido fielmente el consejo de Hughes. Fein establece que su objetivo es explicar en detalle ciertas variables psicológicas, ideológicas y estructurales que tienen más relación con los porcentajes de víctimas judías o supervivientes de las distintas colectividades nacionales de la Europa dominada por los nazis. Siguiendo todas las normas ortodoxas, Fein presenta una investigación impresionante. Tanto las propiedades de las colectividades nacionales y la intensidad del antisemitismo del país como los grados de aculturación y asimilación, así como la solidaridad dentro del país, aparecen cuidadosa y correctamente clasificadas de forma que se puedan calcular adecuadamente las relaciones y comprobar su importancia. Se demuestra que algunas correspondencias hipotéticas no existen o, al menos, estadísticamente no son válidas. Algunas otras quedan confirmadas estadísticamente, como la relación entre la ausencia de solidaridad y la probabilidad de que la gente “quedara desvinculada de las obligaciones morales”.
Precisamente debido a la impecable habilidad sociológica de la autora y a la competencia con que la aplica, en el libro de Fein queda de manifiesto inadvertidamente la debilidad de la sociología ortodoxa. Si no se revisan algunas de las suposiciones esenciales y, sin embargo, tácitas del discurso sociológico, no se puede hacer otra cosa que lo que ha hecho Fein, es decir, formar un concepto del Holocausto como un producto único, aunque completamente determinado de una concatenación concreta de factores sociales y psicológicos que desembocaron en la suspensión temporal del dominio de la civilización en el que se mantiene el comportamiento humano. Según esta opinión, lo que surge, implícita si no explícitamente, de la experiencia del Holocausto, intacto e ileso, es el impacto humanizador o racionalizador (los dos conceptos se pueden usar como sinónimos) de la organización social sobre los impulsos inhumanos que rigen la conducta de los individuos pre o antisociales. Cualquier instinto moral que se pueda hallar en la conducta humana es un producto social. Esto hace que desaparezcan los fallos de la sociedad. “En una situación en la que las normas morales no existen, libre de reglas sociales, la gente puede responder sin tener en consideración la posibilidad de hacer daño a su prójimo”. De lo que se deduce que la presencia de reglas sociales efectivas hace que sea improbable esta falta de consideración. La idea clave de las reglas sociales y, en consecuencia, de la civilización moderna que destaca por llevar las ambiciones reglamentarias hasta límites que no se habían visto con anterioridad, es imponer restricciones morales al egoísmo desenfrenado y al salvajismo innato del animal que hay en todos los hombres. Una vez procesados los hechos del Holocausto en el molino de la metodología que lo define como una disciplina erudita, lo único que puede hacer la sociología ortodoxa es comunicar una idea más ligada a sus presuposiciones que a los “hechos del caso”. La idea es que el Holocausto fue un fallo, no un producto, de la modernidad.
En otro notable estudio sociológico sobre el Holocausto, Nechama Tec intenta examinar el otro lado del espectro humano: los salvad res, las personas que no permitieron que se realizara el “trabajo sucio”, que dedicaron su vida a los que sufrían en un mundo de egoísmo universal. Las personas que, en resumen, conservaron su moralidad en condiciones inmorales. Nechama Tec, fiel a los preceptos de la sabiduría sociológica, intenta con todas sus fuerzas encontrar los determinantes sociales de lo que, de acuerdo con todas las normas de la época, fue un comportamiento aberrante. Una por una, somete a prueba todas las hipótesis que cualquier sociólogo respetable y entendido incluiría con toda seguridad en su proyecto de investigación. Calcula las relaciones entre la buena voluntad para ayudar, por un lado, y los diversos factores de clase, educación, confesión o lealtad política, por otro, y descubre que no había ninguna. En contra de sus propias expectativas, y de las de sus lectores con preparación sociológica, Tec llega a la única conclusión posible: “Esos salvadores actuaron de una forma que les resultaba natural. De forma espontánea, fueron capaces de enfrentarse resueltamente a los horrores de su época”. En otras palabras, los salvadores deseaban salvar a su prójimo debido a su naturaleza. Provenían de todos los rincones y sectores de la “estructura social” y por esta razón desenmascararon la falacia de que existieran “determinantes sociales” del comportamiento moral. Si acaso, la contribución de estos determinantes se expresó en su fracaso para apagar el ansia de los salvadores de ayudar a otros en su aflicción. Tec se acercó más que la mayor parte de los sociólogos al descubrimiento de la cuestión no es “¿qué podemos decir nosotros, los sociólogos, sobre el Holocausto?”, sino “¿qué tiene que decir el Holocausto sobre nosotros, los sociólogos, y sobre nuestros métodos?”.
Aunque la necesidad de plantear esta pregunta parezca ser la parte más urgente y también más vilmente abandonada del legado del Holocausto, debemos tomar cuidadosamente en consideración sus consecuencias. Es demasiado fácil tener una reacción exagerada ante la aparente bancarrota de las visiones sociológicas sólidamente arraigadas. Una vez que se ha hecho pedazos la esperanza de constreñir la experiencia del Holocausto dentro de los límites teóricos del funcionamiento defectuoso (la modernidad incapaz de suprimir los factores de irracionalidad esencialmente ajenos, las presiones civilizadoras incapaces de dominar los impulsos violentos y emocionales y el fracaso de la socialización incapaz desde ese punto de crear el volumen necesario de motivaciones morales), nos podemos sentir tentados de enfilar la salida “evidente” del punto muerto teórico, que es proclamar que el Holocausto es un “paradigma” de la civilización moderna, su producto “natural” y “normal”, quién sabe si también corriente, y su “tendencia histórica”. De acuerdo con esta versión, se elevaría al Holocausto al rango de verdad de la modernidad en vez de identificarlo como una de las posibilidades de la modernidad. Una verdad que se oculta sólo superficialmente, bajo la fórmula impuesta por aquellos que se benefician de la “gran mentira”. De una forma perversa, este criterio, que trataremos con más detalle en el capítulo cuatro y que supuestamente confiere mayor relieve al significado histórico y teórico del Holocausto, lo único que hace es minimizar su importancia, ya que los horrores del genocidio son prácticamente indistinguibles de los otros sufrimientos que la sociedad moderna genera cotidianamente y en abundancia.
El Holocausto como criterio de modernidad
Hace algunos años, un periodista de Le Monde entrevistó a varias víctimas de secuestros aéreos. Una de las cosas más interesantes que descubrió fue la tasa anormalmente alta de divorcios entre parejas en las que ambos habían sufrido juntos la agonía de esta experiencia. Intrigado, preguntó a los divorciados sobre las razones de su decisión. La mayor parte de los entrevistados le dijeron que nunca habían pensado en la posibilidad de un divorcio antes del secuestro. Sin embargo, durante este episodio espantoso, “se les abrieron los ojos” y “vieron a su pareja de forma diferente”. Los que habían demostrado sed buenos maridos “demostraron ser” sólo seres egoístas que se preocupaban únicamente de su estómago, los osados hombres de negocio se comportaron con una asquerosa cobardía y los “hombres de mundo”, con tantos de recursos, se vinieron abajo y no hicieron nada aparte de lamentar su inminente perdición. El periodista se planteó una pregunta: ¿cuál de las dos caras que estos Janos eran realmente capaces de encarnar era la cara verdadera y cuál la máscara? Concluyó que la pregunta estaba mal planteada. Ninguna de las dos era “más verdadera” que la otra. Ambas eran posibilidades contenidas en el carácter de la víctima y que simplemente se ponían de manifiesto en diferentes momentos y distintas circunstancias. La cara “buena” parecía normal sólo porque las condiciones normales la favorecían por encima de la otra. Sin embargo, la otra estaba siempre presente, aunque por lo general invisible. No obstante, el aspecto más fascinante de su descubrimiento fue que, si no hubiera sido por el secuestro, la “otra cara” probablemente habría permanecido oculta toda la vida. Las parejas habrían seguido disfrutando de su matrimonio y gustándoles lo que conocían, ignorantes de las cualidades tan poco atractivas que unas circunstancias inesperadas y extraordinarias les harían descubrir en personas a las que parecían conocer tan bien.
El párrafo que hemos citado antes del estudio de Nechama Tec termina con la siguiente observación: “Si no hubiera sido por el Holocausto, la mayor parte de estos salvadores habría continuado su propio camino, algunos harían obras de caridad y otros llevarían vidas sencillas y modestas. Eran héroes en estado latente, a menudo indistinguibles de los que los rodeaban”. Una de las conclusiones de este estudio que más se ha discutido y de forma más concluyente ha. sido la imposibilidad de “descubrir por adelantado” las señales, síntomas o indicaciones de la predisposición individual para el sacrificio o para la cobardía frente a la adversidad. Es decir, decidir fuera del contexto lo que las hace nacer o simplemente las “despierta”, la probabilidad de que se manifiesten posteriormente.
John R. Roth plantea el mismo asunto de potencialidad frente a realidad, siendo la primera una modalidad todavía no descubierta de la segunda y la segunda una modalidad ya descubierta y, en consecuencia, empíricamente accesible de la primera. Su planteamiento tiene relación directa con nuestro problema:
Si el poder nazi hubiera prevalecido, la autoridad para decidir lo que debe ser habría determinado que no se había violado ninguna ley natural y que no se habían cometido crímenes contra Dios ni contra la humanidad en el Holocausto. Sí se habría planteado la conveniencia o no de proseguir con las operaciones del trabajo de esclavos, ampliarlas o terminar con ellas. Las decisiones se habrían tomado en función de criterios racionales.
El terror no expresado sobre el Holocausto que impregna nuestra memoria colectiva, relacionado con el deseo abrumador de no mirar el recuerdo de frente, es la sospecha corrosiva de que el Holocausto pudo haber sido algo más que una aberración, algo más que una desviación de la senda del progreso, algo más que un tumor canceroso en el cuerpo saludable de la sociedad civilizada; que, en resumen, el Holocausto no fue la antítesis de la civilización moderna y de todo lo que ésta representa o, al menos, eso es lo que queremos creer. Sospechamos, aunque nos neguemos a admitirlo, que el Holocausto podría haber descubierto un rostro oculto de la sociedad moderna, un rostro distinto del que ya conocemos y admiramos. Y que los dos coexisten con toda comodidad unidos al mismo cuerpo. Lo que acaso nos da más miedo es que ninguno de los dos puede vivir sin el otro, que están unidos como las dos caras de una moneda.
Con frecuencia nos detenemos justo en el umbral de esta verdad Pavorosa. Y por eso Henry Feingold insiste en que el episodio del holocausto, de hecho, forma parte de la evolución de la larga y, en conjunto, irreprochable historia de la sociedad moderna. Es una faceta de la evolución que no se podía esperar ni predecir de ninguna manera, lo mismo que un nuevo y maligno linaje de un virus que supuestamente estaba controlado:
La Solución Final señaló el punto en el que el sistema industrial europeo fracasó. En vez de potenciar la vida, que era la esperanza original de la Ilustración, empezó a consumirse. Este sistema industrial y la ética asociada a él hicieron que Europa fuera capaz de dominar el mundo.
Como si las técnicas necesarias y que se utilizaron para dominar el mundo fueran cualitativamente diferentes de las que aseguraron la efectividad de la Solución Final. Y, sin embargo, Feingold da con la verdad cara a cara:
[Auschwitz] fue también una extensión rutinaria del moderno sistema de fábricas. En lugar de producir mercancías, la materia prima eran seres humanos, y el producto final era la muerte, tantas unidades al día consignadas cuidadosamente en las tablas de producción del director. De las chimeneas, símbolo del sistema moderno de fábricas, salía humo acre producido por la cremación de carne humana. La red de ferrocarriles, organizada con tanta inteligencia, llevaba a las fábricas un nuevo tipo de materia prima. Lo hacía de la misma manera que con cualquier otro cargamento. En las cámaras de gas, las víctimas inhalaban el gas letal de las bolitas de ácido prúsico, producidas por la avanzada industria química alemana. Los ingenieros diseñaron los crematorios, y los administradores, el sistema burocrático que funcionaba con tanto entusiasmo y tanta eficiencia que era la envidia de muchas naciones. Incluso el plan en su conjunto era un reflejo del espíritu científico moderno que se torció. Lo que presenciamos no fue otra cosa que un esquema masivo de ingeniería social.
Lo cierto es que todos los “ingredientes” del Holocausto, todas las cosas que hicieron que fuera posible, fueron normales. “Normales” no en el sentido de algo ya conocido, de ser un componente más de la larga serie de fenómenos que hace mucho tiempo ya se han descrito, explicado y clasificado en detalle, porque, por el contrario, el Holocausto representó algo nuevo y desconocido, sino en el sentido de que se acomodaba por completo a todo lo que sabemos de nuestra civilización, del espíritu que la guía, de sus órdenes de prioridad, de su visión inmanente del mundo y de las formas adecuadas de lograr la felicidad humana junto con una sociedad perfecta. En palabras de Stillman y Pfaff, existe algo más que una relación fortuita entre la tecnología que se utiliza en una cadena de producción y su visión de la abundancia material universal, y la tecnología aplicada en los campos de concentración y su visión de un derroche de muerte. Puede que nuestro deseo sea negar esta relación, pero Buchenwald era tan occidental como el río Rouge de Detroit. No podemos considerar Buchenwald como una aberración fortuita de un mundo occidental esencialmente cuerdo.
Recordemos también la conclusión a la que llegó Raul Hilberg al final de su estudio magistral y todavía no superado por nadie sobre el Holocausto: “La maquinaria de la destrucción no era estructuralmente diferente de la organizada sociedad alemana en su conjunto. La maquinaria de la destrucción era la comunidad organizada en una de sus funciones especiales”.
Richard L. Rubenstein ha sacado lo que en mi opinión es la lección definitiva del Holocausto. Escribe: “Da testimonio del progreso de la civilización”. Progreso, añadimos, en un doble sentido. En la Solución Final, el potencial industrial y los conocimientos tecnológicos de los que se jactaba nuestra civilización escalaron nuevas alturas al enfrentarse con éxito a una tarea de tal magnitud que no tenía precedentes. Y en la Solución Final nuestra sociedad nos ha. revelado que tenía una capacidad que no habíamos sospechado hasta entonces. Como nos han enseñado a respetar y admirar la eficiencia técnica y los buenos diseños, no podemos hacer otra cosa que admitir, como alabanza del progreso material que ha traído nuestra civilización, que hemos subestimado mucho su auténtico potencial.
El mundo de los campos de la muerte y la sociedad que engendra descubre el lado cada vez más oscuro de la civilización judeocristiana. Civilización significa esclavitud, guerras, explotación y campos de muerte. También significa higiene médica, elevadas ideas religiosas; arte lleno de belleza y música exquisita. Es un error suponer que la civilización y la crueldad salvaje son una antítesis. En nuestra época, las crueldades, lo mismo que otros muchos aspectos de nuestro mundo, se han administrado de forma mucho más efectiva que anteriormente: no han dejado de existir. Tanto la creación como la destrucción son aspectos inseparables de lo que denominamos civilización.
Hilberg es historiador y Rubenstein teólogo. He investigado en profundidad las obras de los sociólogos intentando encontrar tanto afirmaciones que expresaran una conciencia parecida sobre la urgencia de la tarea postulada por el Holocausto como testimonios de que el Holocausto supone, entre otras cosas, una prueba para la sociología como profesión y como cuerpo de conocimiento académico. Cuando se compara con el trabajo realizado por los historiadores y los teólogos, la aportación de la sociología académica se parece más a un ejercicio colectivo de olvido y ceguera. Por lo general, las lecciones del Holocausto han dejado pocas huellas en el sentido común sociológico, que cuenta, entre otras cosas, con artículos de fe tales como las ventajas de la razón sobre las emociones, la superioridad de la racionalidad sobre (¿qué más?) la acción irracional o el enfrentamiento endémico entre las demandas de eficiencia y las inclinaciones morales. Las voces de protesta contra esta fe, aunque altas y conmovedoras, no han logrado penetrar todavía los muros de la camarilla sociológica.
No tengo conocimiento de que haya habido muchas ocasiones en las que los sociólogos, como tales, se hayan enfrentado públicamente con la evidencia del Holocausto. Una de estas ocasiones, aunque a pequeña escala, la ofreció el simposio sobre La sociedad occidental después del Holocausto que convocó en 1978 el Instituto para el Estudio de los Problemas Sociales Contemporáneos”. Durante el simposio, Richard L. Rubenstein presentó una propuesta imaginativa, aunque quizá excesivamente emocional, para realizar una nueva lectura, a la luz de la experiencia del Holocausto, de algunos de los más conocidos diagnósticos de Weber sobre las tendencias de la sociedad moderna. Rubenstein quería saber si las cosas que nosotros sabemos, y que Weber naturalmente desconocía, las podían haber anticipado Weber y sus lectores, al menos como posibilidad, partiendo de lo que Weber sabía, percibía o teorizaba. Pensó que había encontrado una respuesta positiva a esta cuestión o, al menos, eso insinuó: que en la exposición de Weber sobre la burocracia moderna, el espíritu racional, el principio de eficiencia, la mentalidad científica, la relegación de los valores al reino de la subjetividad, etc. no se hace referencia a ningún mecanismo capaz de excluir la posibilidad de los excesos nazis y que, además, no hay nada en los tipos ideales de Weber que exija calificar la descripción de las actividades del Estado nazi como excesos.
Por ejemplo, “ninguno de los horrores perpetrados por los miembros de la profesión médica alemana o por los tecnócratas alemanes era inconsecuente con la opinión de que los valores son inherentemente subjetivos y la ciencia es intrínsecamente instrumental y no tiene valores”. Guenther Roth, el eminente erudito weberiano y sociólogo de alta y merecida reputación, no intentó ocultar su disgusto y aseguró: “Mi desacuerdo con el profesor Rubenstein es total. No hay ni una sola frase en su exposición que pueda aceptar”. Guenther Roth, posiblemente indignado por el posible daño a la memoria de Weber, un daño agazapado en el mérito mismo de la “anticipación”, recordó a los miembros de la reunión que Weber era liberal, amaba la constitución y estaba de acuerdo con que la clase trabajadora tuviera derecho al voto, por lo que, según cabe imaginar, no se le podía recordar en asociación con una cosa tan abominable como el Holocausto. Sin embargo, se abstuvo de refutar la esencia de la sugerencia de Rubenstein. Del mismo modo, se privó de la posibilidad de examinar las “consecuencias no anticipadas” del creciente imperio de la razón que Weber identificaba como la cualidad clave de la modernidad y a cuyo análisis hizo una contribución fundamental. No aprovechó la ocasión para enfrentarse a quemarropa al “otro lado” de las penetrantes visiones legadas por este clásico de la tradición sociológica, ni para reflexionar sobre si nuestro triste conocimiento del Holocausto, inasequible para los clásicos, nos permitiría descubrir en sus intuiciones cosas de cuyas consecuencias no podían ser conscientes.
Con toda probabilidad, Guenther Roth no es el único sociólogo que se aprestaría a la defensa de las verdades sagradas de nuestra tradición colectiva, aun en contra de los hechos. Lo que sucede es que la mayoría de los sociólogos 'no se han visto forzados a hacerlo de una manera tan abierta. Por lo general, no tenemos por qué molestarnos con el problema del Holocausto en nuestra práctica profesional cotidiana. Como profesión, casi hemos conseguido olvidarlo o arrinconarlo dentro de la zona de los “intereses especializados”, donde no tiene ninguna oportunidad de llegar a la línea central de la disciplina.
Y, cuando los textos sociológicos sí lo tratan, lo ponen como ejemplo de lo que puede llegar a hacer la innata e indomada agresividad humana y luego lo utilizan como argumento para aconsejar las virtudes de domesticarla incrementando las presiones civilizadoras y acudiendo al consejo de los expertos. En el peor de los casos, se recuerda como una experiencia particular de los judíos, como un asunto entre los judíos y los que los odian (una “privatización” a la que han contribuido en gran medida muchos portavoces del Estado de Israel guiados por preocupaciones no exactamente religiosas”).
Esta situación es preocupante no sólo, y no fundamentalmente, por razones profesionales, por muy perjudicial que pueda ser para la capacidad de análisis y para la relevancia social de la sociología. Lo que hace que esta situación resulte especialmente inquietante es la conciencia de que, si “pudo suceder a escala tan masiva en algún sitio, puede suceder en cualquier sitio. Forma parte del espectro de las posibilidades humanas y, nos guste o no, Auschwitz expande el universo de la conciencia tanto como llegar a la luna”. Es difícil calmar esta angustia si pensamos que no ha desaparecido ninguna de las condiciones sociales que hicieron que Auschwitz fuera posible y no se ha tomado ninguna medida efectiva para evitar que esas posibilidades y principios generen catástrofes semejantes a la de Auschwitz. Como recientemente concluyó Leo Kuper, “el Estado territorial reclama, como parte integrante de su soberanía, el derecho a cometer genocidios o a desencadenar matanzas genocidas contra las personas sometidas a su autoridad y ... en la práctica las Naciones Unidas defienden este derecho”.
Uno de los servicios póstumos que nos puede prestar el Holocausto es proporcionarnos una oportunidad para comprender los “otros aspectos”, que si no pasarían desapercibidos, de los principios sociales inherentes a la historia moderna. Propongo que se considere la experiencia del Holocausto, una experiencia sobradamente documentada por los historiadores, como un “laboratorio” sociológico. El Holocausto ha desvelado y sometido a prueba características de nuestra sociedad que no se ponen de manifiesto en condiciones “fuera del laboratorio” y que, en consecuencia, no son abordables empíricamente. En otras palabras, propongo que tratemos el Holocausto como una prueba rara, aunque significativa y fiable, de las posibilidades ocultas de la sociedad moderna.
El significado del proceso civilizador
El mito etiológico profundamente asentado en la conciencia de nuestra sociedad occidental es la historia, moralmente edificante, de la humanidad surgiendo de la barbarie presocial. Este mito estimuló y popularizó algunas teorías sociológicas y narraciones históricas influyentes que, a su vez, le proporcionaron un apoyo erudito y refinado; un vínculo recientemente ilustrado por el repentino éxito y la relevancia adquirida por la exposición de Elias sobre el “proceso civilizador”. Algunos teóricos sociales contemporáneos mantienen opiniones contrarias (véanse, por ejemplo, los concienzudos análisis de los diversos procesos civilizadores: histórico y comparativo a cargo de Michael
Mann; sintético y teórico a cargo de Anthony Giddens) y destacan que el crecimiento de la violencia militar y el uso ilimitado de la coacción son las características más importantes del nacimiento y consolidación de las grandes civilizaciones. Pero estas opiniones opuestas aún tienen un largo camino que recorrer antes de poder desplazar ese mito etiológico de la conciencia pública o incluso del difuso folklore de la profesión sociológica. Por lo general, la opinión profana se ofende si se pone ese mito en tela de juicio. Esta resistencia viene refrendada, además, por una amplia coalición de opiniones respetables y eruditas entre las que se cuentan argumentos tan autorizados como la “visión Whig” de la historia, según la cual ésta es una lucha victoriosa entre la razón y la superstición; la visión de Weber de la racionalización, como movimiento que tiende a conseguir cada vez más con cada vez menos esfuerzo; la promesa psicoanalítica de desenmascarar, arrancar y domesticar al animal que hay en el hombre; la grandiosa profecía de Marx de que la vida y la historia pasarían a estar bajo el control de la especie humana una vez que ésta se liberase de su estrechez de miras; la descripción de Elias de la historia reciente como eliminación de la violencia en la vida cotidiana; y, por encima de todo, el coro de expertos que nos aseguran que los problemas humanos tienen su origen en las políticas inadecuadas y su solución con políticas adecuadas. Detrás de esta coalición, se mantiene firme el moderno Estado “jardinero” que toma a la sociedad que dirige como un objeto por diseñar y cultivar y del que hay que arrancar las malas hierbas.
Según este mito, desde antiguo osificado en el sentido común de nuestra era, sólo cabe entender el Holocausto como un fracaso de la civilización (es decir, de las actividades humanas guiadas por la razón) en su contención de las predilecciones naturales enfermizas de lo que queda de naturaleza en el hombre. El Holocausto demuestra que el mundo hobbesiano no ha sido completamente domeñado y que el problema hobbesiano no se ha resuelto totalmente. En otras palabras, no tenemos todavía bastante civilización. El inconcluso proceso civilizador todavía tiene que llegar a su término. Si la lección de los asesinatos en masa nos enseña algo es que para prevenir semejantes problemas de barbarie se requieren todavía más esfuerzos civilizadores. No hay nada en esta lección que pueda arrojar una sombra de duda sobre la efectividad futura de estos esfuerzos y sobre sus resultados finales. Lo cierto es que nos movemos en la dirección correcta, pero acaso no lo hacemos con la suficiente rapidez.
Completada la descripción del Holocausto por parte de los historiadores, aparece una interpretación alternativa y más creíble del mismo como un suceso que desveló la debilidad y la fragilidad de la naturaleza humana (la fragilidad del aborrecimiento del asesinato, de la falta de predisposición a la violencia, del miedo a la conciencia culpable y la fragilidad de la asunción de responsabilidad ante el comportamiento inmoral) cuando esa naturaleza se vio involucrada en la patente eficiencia del más precioso de los productos de la civilización: su tecnología, sus criterios racionales de elección, su tendencia a subordinar el pensamiento y la acción al pragmatismo de la economía y la efectividad. El mundo hobbesiano del Holocausto no emergió de su escasamente hondo sepulcro revivido por un tumulto de emociones irracionales. Llegó (de una forma impresionante que con toda seguridad Hobbes habría repudiado) sobre un vehículo construido en una fábrica, empuñando armas que sólo la ciencia más avanzada podía proporcionar y siguiendo un itinerario trazado por una organización científicamente dirigida. La civilización moderna no fue la condición .suficiente para el Holocausto. Sin embargo, casi con seguridad, fue su condición necesaria. Sin ella; el Holocausto sería impensable. Fue el mundo racional de la civilización moderna el que hizo que el Holocausto pudiera concebirse. “El asesinato en masa de la comunidad judía europea perpetrado por los nazis no fue sólo un logro temológico de la sociedad industrial, sino también un logro organizativo de la sociedad burocrática”“. Piensen simplemente qué es lo que convirtió al Holocausto en algo único de entre todos los asesinatos en masa que han jalonado el avance histórico de la especie humana.
La administración infundió al resto de las organizaciones su firme planificación y su burocrática meticulosidad. El ejército le confirió a la máquina de la destrucción su precisión militar, su disciplina y su insensibilidad. La influencia de la industria se hizo patente tanto en el hincapié sobre la contabilidad, el ahorro y el aprovechamiento como en la eficiencia de los centros de la muerte, que funcionaban como fábricas. Finalmente, el partido aportó a todo el aparato el “idealismo”, la sensación de estar “cumpliendo una misión” y la idea de estar haciendo historia. (...)
Fue, en efecto, la sociedad organizada en una de sus facetas especiales. Este ingente aparato burocrático, a pesar de dedicarse al asesinato en masa a escala gigantesca, demostró su preocupación por la corrección en los tramites burocráticos, por los sutilezas de la definición detallada, por los pormenores de las regulaciones burocráticas y por la obediencia a la ley.
El departamento de la oficina central de las SS encargado de la destrucción de los judíos europeos se denominaba oficialmente “Sección de Administración y Economía”. Sólo era mentira en parte; sólo en parte se explica remitiéndolo a las célebres “normas de lenguaje” concebidas para despistar tanto a los observadores casuales como a los menos resueltos de entre los criminales. Esta denominación reflejaba fielmente, hasta un extremo que produce malestar, el significado organizativo de su cometido. Si prescindimos de la repugnancia moral de su objetivo (o, para ser más precisos, de la gigantesca magnitud del oprobio moral) esta actividad no difería, en sentido formal (el único sentido que el lenguaje burocrático sabe expresar), de las otras actividades organizadas concebidas, controladas y supervisadas por las secciones administrativas y económicas “normales”. Al igual que cualquier otra actividad susceptible de someterse a la racionalización burocrática, encaja en la sobria descripción de la administración moderna que hizo Max Weber:
En la administración estrictamente burocrática, los siguientes aspectos alcanzan el punto óptimo: precisión, rapidez, falta de ambigüedad, conocimiento de los expedientes, continuidad, discreción, unidad, estricta subordinación y reducción de las fricciones y de los costos materiales y de personal. La burocratización ofrece sobre todo una posibilidad óptima para poner en práctica el principio de creciente especialización de las funciones administrativas siguiendo consideraciones puramente objetivas... El cumplimiento “objetivo” de las tareas significa principalmente que estas tareas se llevan a cabo según unas normas calculables y “sin tener en cuenta a las personas”.
Nada en esta descripción da pie a desautorizar la definición burocrática del Holocausto, una definición que no es ni una parodia de la verdad ni una manifestación de una forma especialmente monstruosa de cinismo.
Y, sin embargo, el Holocausto sigue siendo fundamental para que podamos entender el modo en el que la burocracia moderna racionaliza, no sólo y no fundamentalmente porque nos recuerde (como si necesitáramos recordatorios) lo formal y éticamente ciega que es la búsqueda de la eficiencia burocrática. Su significado tampoco queda plenamente relevado cuando percibimos hasta qué punto un asesinato en masa de esta magnitud sin precedentes dependió de la existencia de técnicas y hábitos meticulosos y firmemente establecidos, de una división del trabajo precisa, de que se mantuviera un suave flujo de información y de mando y de una sincronizada coordinación de acciones independientes pero complementarias: en suma, todas las técnicas y hábitos que crecen y se desarrollan en el ambiente de una oficina. La luz que sobre nuestro conocimiento de la racionalidad burocrática arroja el Holocausto alcanza toda se deslumbrante fuerza una vez que nos damos cuenta de hasta qué punto la simple idea de la Endlösung (Solución Final) fue un producto de la cultura burocrática.
Debemos a Karl Schleunerz el concepto de la carretera tortuosa que conducía a la exterminación física de los judíos europeos, una carretera que no fue concebida por un monstruo enloquecido después de tener una visión ni tampoco fue una decisión sopesada de los dirigentes más ideológicamente entusiastas al principio del “proceso de resolución de problemas”. Por el contrario, fue surgiendo milímetro a milímetro, encaminada según el momento hacia un destino diferente, cambiando ante cada nueva crisis que surgía y avanzando con la filosofía de “ya cruzaremos ese puente cuando lleguemos a él”. El concepto de Schleuner resume los planteamientos de la escuela “funcionalista” en relación a la historiografía del Holocausto (planteamientos que han ganado adeptos a costa de los “intencionalistas”, los cuales tiene cada vez más difícil defender la ﷓anteriormente prevalente﷓ explicación de que el Holocausto lo produjo una única causa ﷓es decir, una teoría que atribuye al genocidio una lógica motivacional y una coherencia que nunca ha tenido).
Para los funcionalistas, “Hitler fijó el objetivo del nazismo: `librarse de los judíos y, sobre todo, que los territorios del Reich estuvieran judenfrei, es decir, limpios de judíos', pero no especificó cómo había que lograrlo”. Una vez fijado el objetivo, todo se desarrolló tal y como Weber, con su habitual claridad, había explicado: “El `maestro político' se encuentra en la situación del `diletante' ante el `experto', ante el funcionario cualificado de la dirección de la administración”. Había que conseguir el objetivo y la forma de hacerlo dependía de las circunstancias, de unas circunstancias valoradas por los `expertos' teniendo en cuenta la viabilidad y los costos de las vías alternativas de actuación.
En consecuencia, lo primero que se eligió como solución práctica para conseguir el objetivo de Hitler fue el traslado de los judíos. Si había otros países más hospitalarios con los refugiados judíos, el resultado sería una Alemania judenfrei. Después de la anexión de Austria, Eichmann se ganó un elogio entusiasta por coordinar y acelerar la inmigración en masa de los judíos austríacos. Pero después el territorio bajo dominio nazi empezó a aumentar. Inicialmente, la burocracia nazi consideró que la conquista y la apropiación de territorios cuasi coloniales era la oportunidad soñada para cumplir totalmente la orden del Führer: parecía que el Generalgouverment proporcionaba el deseado vertedero para los judíos que todavía vivían en un territorio alemán llamado a realizar la pureza racial. Cerca de Nisko, en lo que antes de la conquista había sido la Polonia cen﷓
tral, se construyó una reserva para el futuro “principado judío”. Sin embargo, la burocracia alemana encargada de la administración de los antiguos territorios de Polonia puso objeciones: ya tenían bastantes problemas controlando a los judíos del lugar. En consecuencia, Eichmann se pasó un año entero trabajando en el proyecto Madagascar: una vez se hubiera conquistado Francia, se podría transformar la antigua colonia en el principado judío que resultaba imposible establecer en Europa. Pero el proyecto Madagascar también fracasó debido a la enorme distancia, a la gran cantidad de barcos que requeriría y a la presencia de la Marina británica en los mares. Mientras tanto, continuaba aumentando el tamaño de los territorios conquistados y, con ello, el número de judíos bajo jurisdicción alemana. Cada vez era más tangible la perspectiva de una Europa dominada por los nazis en vez de limitarse al “Reich reconstruido”. Gradual pero inexorablemente, el Reich de los mil años fue tomando la forma de una Europa dominada por Alemania. En esas circunstancias, el objetivo de una Alemania judenfrei tuvo que adaptarse al proceso. De manera casi imperceptible, poquito a poco, pasó a convertirse en una Europa judenfrei. Unas ambiciones tan desmedidas no se podían conseguir con Madagascares, por próximos que estuvieran (aunque, según Eberhard Jáckel, existen pruebas de que en julio de 1941, cuando Hitler esperaba poder derrotar a la Unión Soviética en cuestión de semanas, se pensó que las vastas extensiones de Rusia situadas tras la línea Arcángel﷓Astracán podrían ser el vertedero donde trasladar a todos los judíos que vivieran en la Europa unificada bajo el dominio alemán). Como no se producía la caída de Rusia y las soluciones alternativas no avanzaban al mismo ritmo que el problema, el 1 de octubre de 1941 Himmler ordenó que se detuviera la emigración de judíos. Se habían encontrado otros métodos más efectivos para cumplir la tarea de “librarse de los judíos”: el exterminio físico fue el método escogido, era el más viable y eficaz para conseguir el inicial pero ampliado objetivo. Tomada la decisión, el resto fue un asunto que debían coordinar los distintos departamentos de la burocracia del Estado. Se realizó una cuidadosa planificación, se diseñaron la tecnología y los equipos técnicos adecuados, se presupuestó, se hicieron cálculos y se movilizaron los recursos necesarios: la habitual rutina burocrática.
La lección más demoledora del análisis de “la carretera tortuosa hasta Auschwitz” es que, finalmente, la elección del exterminio físico como medio más adecuado para lograr el Entfernung fue el resultado de los rutinarios procedimientos burocráticos, es decir, del cálculo de la eficiencia, de la cuadratura de las cuentas, de las normas de aplicación general. Peor todavía, la elección fue consecuencia del esforzado empeño por dar con soluciones racionales a los “problemas” que se iban planteando a medida que iban cambiando las circunstancias. También tuvo que ver la tendencia burocrática a agrandar los objetivos ﷓un defecto tan propio de las burocracias como lo pueden ser sus rutinas. La mera presencia de funcionarios desempeñando sus funciones dio origen a nuevas iniciativas y a una continua expansión de los objetivos originales. Una vez más, la competencia demostró su capacidad para impulsarse a sí misma, su tendencia a ampliar y complicar el objetivo que le confirió su raison d'étre:
La simple existencia de un cuerpo de expertos en la cuestión judía proporcionó un determinado ímpetu burocrático a la política judía nazi. En 1942, cuando ya se estaban produciendo deportaciones y asesinatos en masa, aparecieron decretos prohibiendo a los judíos alemanes que tuvieran animales domésticos, que les cortaran el pelo peluqueros arios y ¡que llevaran la insignia deportiva del Reich! No hacían falta órdenes superiores para que los expertos en la cuestión judía siguieran inventado medidas discriminatorias, lo garantizaba la simple existencia de la función.
En ningún momento de su larga y tortuosa realización llegó el Holocausto a entrar en conflicto con los principios de la racionalidad. La “Solución Final” no chocó en ningún momento con la búsqueda racional de la eficiencia, con la óptima consecución de los objetivos. Por el contrario, surgió de un proceder auténticamente racional y fue
generada por una burocracia fiel a su estilo y a su razón de ser. Sabemos de muchas matanzas, pogroms y asesinatos en masa, sucesos no muy alejados del genocidio, que se han cometido sin contar con la burocracia moderna, con los conocimientos y tecnologías de que ésta dispone ni con los principios científicos de su gestión interna. El Holocausto no habría sido posible sin todo esto. El Holocausto no resultó de un escape irracional de aquellos residuos todavía no erradicados de la barbarie premoderna. Fue un inquilino legítimo de la casa de la modernidad, un inquilino que no se habría sentido cómodo en ningún otro edificio.
No pretendo decir que la intensidad del Holocausto fuera determinada por la burocracia moderna o por la cultura de la racionalidad instrumental que ésta compendia, y mucho menos que la burocracia moderna produce necesariamente fenómenos parecidos al Holocausto. Lo que quiero decir es que las normas de la racionalidad instrumental están especialmente incapacitadas para evitar estos fenómenos, que no hay nada en estas normas que descalifique por incorrectos los métodos de “ingeniería social” del estilo de los del Holocausto o que considere irracionales las acciones a las que dieron lugar. Insinúo además que el único contexto en el que se pudo concebir, desarrollar y realizar la idea del Holocausto fue la cultura burocrática que nos incita a considerar la sociedad como un objeto a administrar, como una colección de distintos “problemas” a resolver, como una “naturaleza” que hay que “controlar”, “dominar”, “mejorar” o “remodelar”, como legítimo objeto de la “ingeniería social” y, en general, como un jardín que hay que diseñar y conservar a la fuerza en la forma en que fue diseñado (la teoría de la jardinería divide la vegetación en dos grupos: “plantas cultivadas”, que se deben cuidar, y “malas hierbas”, que hay que eliminar). Y también insinúo que el espíritu de la racionalidad instrumental y su institucionalización burocrática no sólo dieron pie a soluciones como las del Holocausto sino que, fundamentalmente, hicieron que dichas soluciones resultaran “razonables”, aumentando con ello las probabilidades de que se optara por ellas. Este incremento en la probabilidad está relacionado de forma más que casual con la capacidad de la burocracia moderna de coordinar la actuación de un elevado número de personas morales para conseguir cualquier fin, aunque sea inmoral.
Producción social de la indiferencia moral
El doctor Servatius, abogado defensor de Eichmann en Jerusalén, resumió de forma inequívoca su línea de defensa: Eichmann llevó a cabo acciones por las cuales uno recibe una condecoración si gana y va a la horca si pierde. El mensaje más inmediato de esta afirmación ﷓con toda seguridad una de las más conmovedoras de un siglo en el que no han faltado ideas sorprendentes﷓ es trivial. Sin embargo, hay otro mensaje, no tan evidente aunque no menos cínico y mucho más alarmante y es que Eichmann no hizo nada esencialmente diferente de las cosas que se hicieron en el bando de los vencedores. Las acciones no tienen ningún valor moral intrínseco y tampoco son inmanentemente inmorales. La valoración moral es algo externo a la acción, algo que se establece siguiendo unos criterios distintos de los que guían e informan la acción.
Lo más alarmante del mensaje del dr. Servatius es que ﷓si se desvincula de las circunstancias en que se pronunció y se examina en términos universales y despersonalizados﷓ no difiere de forma significativa de lo que la sociología ha venido diciendo, ni tampoco difiere del ﷓casi nunca cuestionado y rara vez atacado﷓ sentido común de nuestra moderna, y racional, sociedad. Precisamente por esta razón, la afirmación del dr. Servatius resulta escandalosa. Pone sobre el tapete una verdad que preferiríamos que hubiera permanecido inexpresada: mientras se acepte como evidente esta verdad del sentido común, no existe ningún camino sociológicamente legítimo para no aplicarla al caso de Eichmann.
Todo el mundo sabe hoy en día que los intentos iniciales de interpretar el Holocausto como una atrocidad cometida por criminales natos, sádicos, dementes, bellacos sociales y otras personas moralmente retrasadas fracasaron porque los datos recogidos nunca lo confirmaron. Las investigaciones históricas han hecho que, en la actualidad, esta refutación sea casi definitiva. La tendencia actual de pensamiento histórico la han resumido con acierto Kren y Rappoport:
De acuerdo con los criterios clínicos al uso, no se puede considerar “anormal” a más de un diez por ciento de los miembros de las SS. Esta observación se ajusta al sentido general de los testimonios de los supervivientes que indican que en la mayor parte de los campos había por lo general un miembro de las SS, o como mucho unos pocos, temido por sus intensas explosiones de crueldad sádica. Los otros no eran siempre personas decentes, pero los prisioneros consideraban que su comportamiento era, por lo menos, comprensible. (...)
Nuestro parecer es que la abrumadora mayoría de los hombres de las SS, tanto los dirigentes como los de rango inferior, habrían superado con facilidad todos los exámenes psiquiátricos a los que se somete a los reclutas del ejército de los Estados Unidos o a los policías de Kansas City.
Sin embargo, el hecho de que la mayor parte de los autores del genocidio fueran personas normales, que pasarían tranquilamente por cualquier cedazo psiquiátrico, por tupido que éste fuera, resulta moralmente perturbador. También resulta teóricamente incomprensible, en especial cuando se combina esta constatación con la “normalidad” de las estructuras organizativas que coordinaban las acciones de estos individuos normales para llevar a cabo un genocidio. Ya hemos visto que las instituciones responsables del Holocausto, aunque criminales, no eran en un sentido estrictamente sociológico ni patológicas ni anormales. Ahora vemos que las personas cuyas acciones estas instituciones encuadraban tampoco se desviaban de las pautas de la normalidad. No queda, por lo tanto, más remedio que volver a analizar, con los ojos aguzados por el conocimiento de este fenómeno, las supuestamente conocidas pautas normales de la acción racional moderna. Es en estas pautas donde podemos esperar descubrir esa posibilidad que de forma tan dramática reveló la época del Holocausto.
Según la famosa frase de Hannah Arendt, el problema más importante con que se encontraron (y que con “espectacular” éxito resolvieron) los que pusieron en marcha la End Misung fue “cómo vencer ... la piedad animal que sienten todos los hombres normales en presencia del sufrimiento físico”. Sabemos que las personas pertenecientes a las organizaciones más directamente involucradas en el asesinato en masa no eran ni anormalmente sádicas ni anormalmente fanáticas. Podemos dar por sentado que experimentaban esa aversión humana casi instintiva ante la aflicción del sufrimiento físico y también el rechazo, mucho más universal, a quitarle la vida a un semejante. Sabemos incluso que cuando se alistaba, por ejemplo, a los miembros de los Einsatzgruppen y de otras unidades igualmente cercanas a la escena de las matanzas, se tenía un cuidado especial en descartar, excluir o dispensar a las personas especialmente perspicaces, con una gran carga emocional o excesivamente entusiastas ideológicamente. Sabemos que se desaprobaban las iniciativas individuales y que se dedicaba mucho esfuerzo a mantener el conjunto de la tarea dentro de un marco estrictamente impersonal y semejante al de una empresa. El provecho personal y, en general, los motivos personales eran censurados y penalizados. Los asesinatos cometidos por deseo o placer, a diferencia de los que se perpetraban siguiendo órdenes y organizadamente, podían terminar, por lo menos en principio, en un juicio y una condena, lo mismo que cualquier otro asesinato o matanza. En más de una ocasión, Himmler expresó su profunda y, por lo que parece, sincera preocupación por mantener la cordura mental y las normas morales de sus subordinados, que diariamente realizaban actividades inhumanas, y expresó su orgullo porque, en su opinión, tanto la cordura como la moralidad salían incólumes de la prueba. Citando a Arendt de nuevo, “por medio de su `objetividad' (Sachlichkeit), los hombres de las SS se desligaban de los tipos `emocionales' como Streicher, de los `tontos poco realistas' y también de ciertos `peces gordos del Partido Germano﷓Teutónico que se comportaban como si fueran vestidos de guerreros medievales. Los dirigentes de las SS contaban (acertadamente, por lo que parece) con la rutina organizativa y no así con el celo individual, con la disciplina y no así con la entrega ideológica. La lealtad a la sangrienta tarea debía derivar, y derivó, de la lealtad a la organización.
No se podía buscar y encontrar la “forma de vencer la piedad animal” dejando que otros instintos animales básicos se expresaran. Esto provocaría, con toda probabilidad, una disfunción en la capacidad de acción de la organización. Una multitud de individuos vengativos y sanguinarios no encajaría con la efectividad de una burocracia pequeña pero disciplinada y rígidamente coordinada. Ni tampoco podía esperarse que afloraran instintos asesinos en los miles de empleados y profesionales corrientes que, a causa de la magnitud de la empresa, tomaron parte en las diversas fases de la operación. En palabras de Hilberg, el alemán autor de los crímenes no era un alemán especial. Sabemos que la naturaleza misma de la planificación administrativa, de la estructura jurisdiccional y del sistema presupuestario excluían los procesos específicos de selección del personal y la exigencia de capacitaciones especiales. Cualquier miembro de la Policía de Orden podía ser guardia en un ghetto como en un tren. Se daba por sentado que cualquier abogado del Departamento Principal de Seguridad del Reich podía dirigir las unidades móviles de la muerte y que cualquier experto en finanzas del Departamento Principal Económico Administrativo podía ser destinado a un campo de la muerte. En otras palabras, las operaciones que hubiera que acometer se encomendaban al personal disponible.`
Y entonces, ¿cómo se convirtieron estos alemanes corrientes en alemanes autores de asesinatos en masa? En opinión de Herbert C. Kelman, las inhibiciones morales contra las atrocidades violentas disminuyen cuando se cumplen tres condiciones, por separado o juntas: la violencia está autorizada (por unas órdenes oficiales emitidas por los departamentos legalmente competentes); las acciones están dentro de una rutina (creada por las normas del gobierno y por la exacta delimitación de las funciones); y las víctimas de la violencia están deshumanizadas (como consecuencia de las definiciones ideológicas y del adoctrinamiento). De la tercera condición trataremos posteriormente. Sin embargo, las dos primeras nos resultan ciertamente familiares. Se han enunciado detallada y repetidamente en los principios de la acción racional que las instituciones más representativas de la sociedad moderna han convertido en principios universales.
El primer principio relacionado de forma más evidente con nuestra cuestión es el de la disciplina organizativa. Para ser más exactos, la exigencia de obedecer las órdenes de los superiores hasta el punto de eliminar cualquier otro estímulo de la acción, de colocar la devoción por la suerte de la organización, tal y como ésta viene definida en las órdenes de los superiores, por encima de cualquier otra devoción o compromiso. De entre estas influencias “externas”, las más relevantes y susceptibles de interferir con el espíritu de dedicación, y que por tanto hay que eliminar, son las opiniones y las preferencias personales. El ideal de la disciplina apunta a la identificación total con la organización ﷓lo cual quiere decir estar dispuesto a destruir la identidad individual y a sacrificar los intereses personales (los intereses que no coincidan con las tareas de la organización). En la ideología de la organización, esta disponibilidad para un sacrificio personal tan extremado se considera una virtud moral; de hecho, como la virtud moral que dispensa de toda otra exigencia moral. La desinteresada observancia de esta virtud moral es lo que viene a constituir, en palabras de Weber, el honor del funcionario: “El honor del funcionario reside en su capacidad para ejecutar a conciencia las órdenes de las autoridades superiores, exactamente igual que si las órdenes coincidieran con sus propias convicciones. Esto ha de ser así incluso si las órdenes le parecen equivocadas y si, a pesar de sus protestas, la autoridad insiste en que se ejecuten”. Este tipo de comportamiento supone, para el funcionario, “una elevada disciplina moral y la negación de uno mismo”. Por medio del honor, la disciplina sustituye a la responsabilidad moral. La deslegitimación de todo lo que no sean las reglas organizativas internas, en tanto que fuente y garantía de corrección y, en consecuencia, la negación de la autoridad de la conciencia personal, se convierte en la virtud moral más elevada. El desasosiego que puede llegar a producir la práctica de estas virtudes queda eliminado por la insistencia del superior en que él y sólo él es responsable de las acciones de sus subordinados, siempre y cuando, claro está, obedezcan sus órdenes. Weber terminaba su descripción del honor del funcionario subrayando “la responsabilidad personal exclusiva” del dirigente, “responsabilidad que no puede ni rechazar ni traspasar”. Cuando le presionaron para que explicara, durante el juicio de Nuremberg, por qué no había dimitido de la jefatura del Einsaztgruppe cuyas actuaciones, como persona, no aprobaba, Ohlendorf invocó este sentido de la responsabilidad. Si arriesgaba las acciones de su unidad con objeto de conseguir que le dispensaran de unas obligaciones con las que no estaba conforme, habría hecho que sus hombres fueran “injustamente acusados”. Es evidente que Ohlendorf esperaba que sus superiores practicaran con él la misma responsabilidad paternalista que él observaba con “sus hombres”. Esto le eximía de preocuparse de la evaluación moral de sus acciones, preocupación que podía traspasar a quienes las ordenaban. “No creo que esté en situación de juzgar si sus medidas... eran morales o inmorales... Supedito mi soldado y, por lo tanto, conciencia moral al hecho de que yo era un una pieza situada en una posición relativamente baja de una gran máquina”.
Si la mano de Midas lo transformaba todo en oro, la administración de las SS transformaba todo lo que caía dentro de su órbita, incluyendo a sus víctimas, en parte integrante de la cadena de órdenes, un sector sometido a estrictas reglas de disciplina y exento de todo juicio moral. El genocidio fue un proceso compuesto. Como Hilberg observó, incluía cosas hechas por los alemanes y cosas hechas ﷓bajo órdenes alemanas y, sin embargo, a menudo con una entrega que rozaba con el abandono de uno mismo﷓ por sus víctimas judías. Aquí reside la superioridad técnica de un asesinato en masa diseñado con una intención clara y racionalmente organizado sobre las explosiones desordenadas de las orgías de asesinatos. Es inconcebible que las víctimas de un pogrom puedan llegar a cooperar con sus agresores. La cooperación de las víctimas con los burócratas de las SS sí se produjo; era parte integrante del plan y fue, de hecho, una condición esencial de su éxito. “Gran parte del proceso dependía de la participación de los judíos, tanto de los actos individuales como de la actividad organizada de los consejos... Los supervisores alemanes se dirigían a los consejos para recabar información, dinero, mano de obra o agentes del orden, y los consejos se los proporcionaban todos los días de la semana”. Esta asombrosa capacidad de extender con éxito las normas de la, conducta burocrática, junto con la deslegitimación de las lealtades al y en general de las motivaciones morales, con objeto de cercar a las víctimas de la burocracia y lograr que aporten su propia capacidad y trabajo para llevar a cabo su propia destrucción, se consiguió de dos maneras. En primer lugar, el escenario externo de la vida del ghetto se diseñó de tal forma que las acciones de sus dirigentes y de sus habitantes seguían siendo objetivamente “funcionales” para los propósitos alemanes. “Todo lo que se proyectaba para mantener su viabilidad [la del ghetto] favorecía al mismo tiempo un objetivo alemán... La eficacia de los judíos por lo que se refiere a la distribución del espacio o de las raciones era una extensión de la eficacia alemana. El rigor de los judíos por lo que se refiere a la recaudación de los impuestos o a la utilización de la mano de obra era un refuerzo de la severidad alemana. Incluso la incorruptibilidad de los judíos era una herramienta útil para la administración alemana”. En segundo lugar, se tuvo un cuidado especial en que todas las víctimas, en todas las etapas de esa carretera, estuvieran en una situación donde poder elegir siguiendo criterios y acciones racionales y en la cual la decisión racional venía a coincidir con el planteamiento general de la gestión pretendida. “Los alemanes tuvieron un éxito notable al deportar a los judíos por etapas, porque los que quedaban atrás podían llegar a pensar que era necesario sacrificar a unos pocos por el bien de la mayoría”. De hecho, a los deportados aún les quedaba la oportunidad d hacer uso de su racionalidad hasta el final. Las cámaras de gas, tentadoramente denominadas “duchas”, ofrecían una imagen agradable después de varios días en vagones de ganado inmundos y atestados. Los que ya conocían la verdad y no albergaban esperanzas todavía podían elegir entre una muerte “rápida e indolora” y otra precedida por los sufrimientos adicionales reservados para los que se insubordinaban. Por lo tanto, no sólo se manipulaban las articulaciones externas del ghetto, sobre las cuales las víctimas no tenían ningún control, con el fin de transformar el ghetto en una extensión de la máquina de la muerte. También se conseguía hacer que los “funcionarios” de esta extensión hicieran uso de sus facultades racionales y provocar en ellos un comportamiento motivado por la lealtad y la cooperación en la consecución de los objetivos definidos por la burocracia.
Producción social de la invisibilidad moral
Hasta ahora hemos intentado reconstruir el mecanismo social para “vencer la piedad animal”, una producción social de conductas contrarias a las inhibiciones morales innatas, capaces de convertir a personas que no son “degenerados morales” en ninguna de las acepciones “normales” en asesinos o colaboradores conscientes en el proceso de asesinato. Pero la experiencia del Holocausto también sirve para destacar otro mecanismo social. Este mecanismo tiene un potencial mucho más siniestro, el de implicar en la perpetración de un genocidio a un número mucho más amplio de personas y sin que durante el proceso estas personas lleguen a enfrentarse conscientemente ni con difíciles opciones morales ni con la necesidad de sofocar la resistencia de sus conciencias. Nunca se produce un conflicto de orden moral, porque los aspectos morales de las acciones no son inmediatamente evidentes o deliberadamente se evita descubrirlos y discutirlos. En otras palabras, el carácter moral de la acción o bien es invisible o bien permanece intencionadamente oculto.
Citaremos de nuevo a Hilberg: “No debemos olvidar que la mayor parte de las personas que participaron [en el genocidio] no dispararon rifles contra niños judíos ni vertieron gas en las cámaras ... Muchos de los burócratas redactaron memorándums, elaboraron anteproyectos, hablaron por teléfono y participaron en conferencias. Destruyeron a mucha gente sentados en sus escritorios”. Si eran conscientes del resultado final de su aparentemente inocua actividad, este conocimiento debía encontrarse, en el mejor de los casos, en lo más recóndito de su mente. Era difícil identificar las relaciones causales entre sus acciones y el asesinato en masa. Y poco oprobio moral merecía la natural y humana inclinación a evitar preocuparse más de lo estrictamente necesario ﷓y, por tanto, a abstenerse de examinar la totalidad de la cadena causal hasta sus eslabones más lejanos. Para entender cómo fue posible semejante ceguera moral nos puede resultar útil pensar en los trabajadores de una fábrica de armamento que celebran el “aplazamiento del cierre” de su fábrica gracias a que se han producido nuevos pedidos mientras, al mismo tiempo, lamentan sinceramente las matanzas entre los etíopes y los eritreos. O pensar en cómo es posible que todos consideremos que una “caída de los precios de las materias primas” es una buena noticia al tiempo que nos lamentamos sinceramente de que en África haya niños que mueren de hambre.
Hace unos años, John Lachs señaló la mediación de la acción como una de las características más notables y fundamentales de la sociedad moderna. Este fenómeno consiste en que las acciones de uno las lleve a cabo otra persona, una persona intermedia que “está entre mi acción y yo, haciendo que me resulte imposible experimentarla directamente”. Existe una gran distancia entre las intenciones y las realizaciones prácticas, y el espacio entre las dos está plagado de una multitud de actos pequeños y actores intrascendentes. El “hombre intermedio” esconde los resultados de la acción de la vista de los actores.
El resultado es que hay muchos actos que nadie se atribuye conscientemente. Para la persona en cuyo nombre se realizan, sólo existen verbalmente o en la imaginación. Nunca los reclamará como suyos porque nunca los ha vivido. Por otro lado, el hombre que los ha llevado a cabo siempre los considerará como imputables a otra persona, siendo él mismo nada más que el instrumento inocente de una voluntad ajena.
Introducción: la sociología después del Holocausto
Sin un conocimiento de primera mano de sus acciones, incluso el mejor de los seres humanos se mueve en un vacío moral: el reconocimiento abstracto del mal no es ni una guía fiable ni un motivo adecuado... No nos debería sorprender la crueldad enorme, y en gran medida involuntaria, de los hombres de buena voluntad. (...)
Lo notable es que no somos incapaces de reconocer los actos erróneos o las injusticias graves cuando los vemos. Lo que nos deja estupefactos es cómo pueden haber sucedido cuando ninguno de nosotros ha hecho nada más que cosas inofensivas ... Es difícil de aceptar que, con frecuencia, no hay ninguna persona ni ningún grupo que lo haya planificado todo. Más difícil todavía es aceptar que nuestras propias acciones, a través de sus efectos remotos, hayan contribuido a provocar sufrimientos”.
El aumento de la distancia física y psíquica entre el acto y sus consecuencias tiene mayores efectos que la suspensión de las inhibiciones morales: invalida el significado moral del acto y, por lo tanto, anula todo conflicto entre las normas personales de decencia moral y la inmoralidad de las consecuencias sociales del acto. Como casi todas las acciones socialmente significativas se transmiten por una larga cadena de dependencias causales y funcionales muy complejas, los dilemas morales desaparecen de la vista, al tiempo que cada vez se hacen menos frecuentes las oportunidades para realizar un examen de conciencia y que las elecciones morales sean más conscientes.
Se logra un efecto parecido, aunque a una escala todavía más impresionante, cuando se hace que las víctimas sean psicológicamente invisibles. De todos los factores responsables de la escalada de costos humanos en la guerra moderna, éste es uno de los fundamentales. Como ha observado Peter Caputo, el ethos de la guerra “parece ser un asunto de distancia y de tecnología. Nunca puedes hacer el mal si matas de lejos a la gente con armas ultramodernas”. Con el asesinato “a distancia”, lo más probable es que el vínculo entre la matanza y los actos completamente inocentes, como apretar un gatillo, poner en marcha la corriente eléctrica o pulsar una tecla del ordenador, se quede en una noción puramente teórica (a esto le ayuda mucho la simple diferencia de escala entre el resultado y su causa inmediata, una des proporción tal que desafía fácilmente la comprensión que se basa e la experiencia racional y lógica). Por lo tanto, es posible ser piloto arrojar una bomba sobre Hiroshima o Dresde, ser el mejor en las ta reas asignadas a una base de misiles guiados, crear ejemplares toda vía más destructores de cabezas nucleares y todo sin perder la propia integridad moral y sin aproximarse al derrumbamiento moral (la in visibilidad de las víctimas fue uno de los factores importantes en lo infames experimentos de Milgram). Teniendo presente este efecto d la invisibilidad de las víctimas, resulta más fácil entender las sucesivas mejoras en la tecnología del Holocausto. En la fase de los Einsatzgruppen, se llevaba a las víctimas acorraladas frente a las ametralladoras y se las mataba a quemarropa. Aunque se hicieron intentos para mantener las armas a la mayor distancia posible de las fosas a las que iban a caer los asesinados, era sumamente difícil para los, que disparaban pasar por alto la relación entre disparar y matar. Por, esta razón, los administradores del genocidio decidieron que el método era primitivo y poco eficaz, a la vez que peligroso para la moral:, de los autores. En consecuencia, se buscaron otras técnicas de asesinato, técnicas que separarían ópticamente a los asesinos de sus víctimas. La búsqueda tuvo éxito y llevó a la invención de las cámaras de gas, las primeras de las cuales fueron móviles y, posteriormente, fijas. Las últimas ﷓las más perfectas que les dio tiempo a inventar a los nazis﷓ redujeron el papel del asesino al de “oficial de sanidad” al que se le pedía que vaciara un saco de “productos químicos desinfectantes” por una abertura del tejado de un edificio cuyo interior no se le aconsejaba visitar.
El éxito técnico y administrativo del Holocausto se debió en parte a la experta utilización de las “pastillas para dormir la moralidad” que la burocracia y la tecnología modernas habían puesto a su disposición. Los más importantes de todos estos somníferos eran los que producían la invisibilidad natural que adquieren las conexiones causales dentro del sistema complejo de interacciones y el “distanciamiento” de los resultados repugnantes o moralmente repelentes de la acción, hasta el punto de hacerlos invisibles para el actor. Sin embargo, los nazis destacaron especialmente en un tercer método, que tampoco habían inventado ellos pero que perfeccionaron como nunca se había hecho. Este método consistía en hacer invisible la humanidad de las víctimas. El concepto de Helen Fein del universo de las obligaciones, es decir, el círculo de personas con obligaciones recíprocas de protegerse mutuamente y cuyos vínculos surgen de su relación con una deidad o con una fuente de autoridad sagrada, permite aclarar los factores socio﷓psicológicos que hicieron que este método fuera tan pavorosamente efectivo. El “universo de las obligaciones” señala los límites exteriores del territorio social dentro del cual se pueden plantear las cuestiones morales con sentido. Más allá de esta frontera, los preceptos morales no tienen validez y las valoraciones morales carecen de sentido. Para que la humanidad de las víctimas pase a ser invisible, lo único que hay que hacer es expulsarlas del universo de las obligaciones.
Dentro de la visión nazi del mundo, en la que predominaba el valor superior e incontestado de los derechos de los alemanes, para excluir a los judíos del universo de las obligaciones simplemente había que despojarles de su derecho a pertenecer a la nación y Estado alemanes. Según otra de las conmovedoras frases de Hilberg, “cuando, a principios de 1933, el primer funcionario escribió la primera definición de ‘no ario’ en un decreto civil, el destino de los judíos europeos estaba decidido”. Se necesitó algo más para conseguir la cooperación o, simplemente, la inacción o la indiferencia de los europeos que no eran alemanes. Despojar a los judíos de sus derechos como alemanes era suficiente para las SS, pero no para las otras naciones, por mucho que hubieran compartido las ideas que promovían los nuevos dominadores de Europa, ya que sentían miedo y se sentían ofendidas por sus afirmaciones de que tenían el monopolio de la virtud humana. Una vez que el objetivo de una Alemania judenfrei se transformó en una Europa judenfrei había que suplantar la expulsión de los judíos de la nación alemana por su total deshumanización.

2. MODERNIDAD Y AMBIVALENCIA
La ambivalencia, la posibilidad de referir un objeto o suceso a más de una categoría, es el correlato lingüístico específico del desorden: es el fracaso del lenguaje en su dimensión denotativa (separadora). El principal síntoma del desorden es el agudo malestar que sentimos cuando otros incapaces de interpretar correctamente la situación y elegir entre acciones alternativas.
Debido a la inquietud que le acompaña y la indecisión que conlleva experimentamos la ambivalencia como un desorden ﷓ya sea porque el lenguaje tiene carencias que dificultan la precisión terminológica o por un incorrecto empleo lingüístico por nuestra parte. Y, a pesar de todo, la ambivalencia no es producto de cierta patología del lenguaje o del discurso. Se trata, más bien, de un aspecto normal que surge a cada momento en la práctica lingüística. Resulta de una de las principales funciones del lenguaje: la del nombrar y clasificar. Su volumen se incrementa en función de la efectividad con la que estas funciones son realizadas. La ambivalencia es, por tanto, su altor ego, su compañía permanente ﷓de hecho, su condición normal.
Clasificar supone poner aparte, separar. En primer lugar, el acto de clasificar postula que el mundo consiste en entidades consistentes y distintivas; a continuación indica que cada entidad tiene un grupo de entidades similares o adyacentes a las que pertenece, y con las que ﷓en conjunto﷓ se opone a otras entidades; de este modo, clasificar dice relacionar patterns diferenciales de acción con diferentes clases de entidades (la evocación de un específico patrón de conducta se convierte en el criterio de definición de la clase). Clasificar, en otras palabras, es dotar al mundo de una estructura: manipular sus probabilidades; hacer algunos sucesos más verosímiles que otros; comportarse como si los sucesos no fueran casuales o limitar o eliminar la arbitrariedad de los acontecimientos.
A través de la función de nombrar/clasificar, el lenguaje se propone a sí mismo entre un mundo sólidamente fundado y adecuado para la vida humana y un mundo contingente cercado por la arbitrariedad, en el que las armas de la supervivencia humana ﷓la memoria, la capacidad de aprendizaje﷓ serían utilizadas salvo suicidio no declarado. El lenguaje se esmera en mantener el orden y negar la arbitrariedad inesperada y la contingencia. Un mundo ordenado es aquel en el que «uno puede saber cómo conducirse» (o, en el que uno sabe cómo informarse ﷓e informarse para lograr seguridad﷓ respecto a cómo conducirse), en el que uno sabe cómo calcular la probabilidad de un suceso y cómo aumenta o disminuye esa probabilidad; un mundo en el que la vinculación entre ciertas situaciones y la efectividad de ciertas acciones se mantiene constante, de modo y manera que se puede confiar en los sucesos pretéritos como referentes orientativos para el futuro. A causa de nuestra capacidad de aprendizaje/ memorización conferimos continuidad al orden del mundo. Por la misma ﷓razón, experimentamos la ambivalencia como indecisión y amenaza. La ambivalencia distorsiona el cálculo de eventos y la relevancia de los patrones de acción memorizados.
La situación se torna ambivalente si las herramientas lingüísticas de estructuración resultan inadecuadas, sea porque la situación no corresponde a ninguna de las clases diferenciadas lingüísticamente o porque se encuadra al mismo tiempo dentro de varias clases. Ninguno de los patrones aprendidos sería el apropiado en una situación ambivalente o podría ser empleado más de uno; el resultado es el sentimiento de indecisión, indeterminabilidad y hasta pérdida de control. Las consecuencias de la acción devienen impredecibles, mientras que la arbitrariedad, suprimida supuestamente por el intento de estructuración, parece estar de regreso de manera inesperada.
Es evidente que la función del lenguaje que consiste en nombrar/ clasificar tiene como objetivo la prevención de la ambivalencia. Su realización es verificada en virtud de las nítidas divisiones en clases, de la precisión de sus límites definitorios y de la univocidad con la que los objetos pueden ser distribuidos por clases. Y, sin embargo, la aplicación de semejantes criterios y de las actividades que ellos pueden dirigir, son las últimas fuentes de la ambivalencia, y las razones por las que esta no se extingue son precisamente la dimensión y la intensidad del esfuerzo estructurador/ordenador.
El ideal que la función denotativa/clasificatoria persigue realizar es una suerte de archivos que contengan todos los grupos de términos existentes en el mundo ﷓pero confinando cada grupo y cada término en un lugar separado del resto (solventando las dudas a través de un índice de las referencias señaladas y diferenciadas). No es viable que semejante archivo elimine la ambivalencia. Y precisamente la perseverancia con la que se persigue la construcción de ese archivo es lo que provoca la aparición de nuevos suministros de ambivalencia.
Clasificar consiste en actos de inclusión y exclusión. Cada acto de designación divide el mundo en dos: entidades que corresponden al nombre y el resto que no. Determinadas entidades pueden ser incluidas en una clase ﷓hechas una clase- sólo en la misma proporción en que otras entidades son excluidas, apartadas. Invariablemente, semejante operación de inclusión/ exclusión es un acto de violencia perpetrado al mundo y requiere el soporte de una cierta coerción. Se puede mantener mientras que el volumen de coerción sea suficiente para desestabilizar el alcance de la discrepancia creada. La insuficiencia de la coerción se muestra en la manifiesta negativa de las entidades postuladas por el acto de clasificación para ajustarse a las clases asignadas y en la apariencia de entidades infradefinidas o sobredefinidas con significado insuficiente o excesivo ﷓las cuales transmiten señales ininteligibles para la acción o señales que confunden a los destinatarios por ser contradictorias.
La ambivalencia es un producto colateral que surge en el acto de clasificación; su surgimiento exige un mayor esfuerzo clasificatorio si cabe. Aunque emerge a partir de este, la ambivalencia puede ser combatida sólo con un nombre que es todavía más exacto y clases que son definidas con más precisión; dicho de otro modo, con semejantes operaciones, siempre que se fijen con solidez las demandas (contrafácticas) de discreción y transparencia del mundo, la cual a su vez desencadena la nueva aparición de la ambigüedad. La lucha contra la ambivalencia es, por ello, autodestructiva y autopropulsora. Tal lucha perdura con un vigor desmedido ya que al pretender resolver los problemas de ambigüedad los fomenta. Su intensidad, sin embargo, varía con el tiempo dependiendo de la disponibilidad de fuerza suficiente para controlar el volumen de ambivalencia, y también de la mayor o menor conciencia de que la reducción de la ambivalencia es un problema del descubrimiento y aplicación de la tecnología apropiada: un problema de ingeniería. Ambos factores convierten a la modernidad en una era de combate encarnizado y despiadado contra la ambivalencia.
¿Cuál es la edad de la modernidad? No existe acuerdo alguno sobre las fechas barajadas. Y una vez que el intento de fechar se inicia con un cierto grado de seriedad, el objeto en sí mismo desaparece. La modernidad, como otras cuasi﷓totalidades que queremos abstraer del flujo de lo real, deviene esquiva: constatamos que el concepto está cargado de ambigüedad, mientras que su referente es opaco en su núcleo y raído en sus bordes. Por eso la empresa es difícil de resolver. La característica definitoria de la modernidad que subyace a este ensayo es parte del argumento tratado.
El desacuerdo en la definición es difícil de reducir por el hecho de la coexistencia histórica de lo que Mate¡ Calinescu denominó «dos modernidades distintas y en conflicto mutuo». Más marcado que otros autores, Calinescu describe la ruptura «irreversible entre la «modernidad como un estadio de la historia de la civilización occidental ﷓un producto del progreso científico y tecnológico, de la revolución industrial y de los cambios económicos y sociales operados par el capitalismo﷓ y modernidad como concepto estético. Este último (mejor llamado modernismo para evitar la frecuente confusión) aboga por neutralizar los contenidos definitorios de la primera acepción del término: “lo que define a la modernidad cultural es su abierto rechazo”.
Entre la multitud de propósitos imposibles que la modernidad se propone a sí misma y que hicieron de ella lo que es, el propósito del orden (más en concreto y más importante, del orden como propósito) es el que destaca momo el menos posible de entre los imposibles y el menos a mano de entre los imprescindibles﷓ como el arquetipo de todos los demás propósitos, propósito que interpreta al resto como simples metáforas de sí mismo.
El orden refiere a lo que no es caos; el caos a lo que no está ordenado. Orden y caos son los gemelos modernos. Son concebidos a partir del rompimiento y colapso del mundo ordenado por Dios, mundo que nada sabía ni de necesidad ni de accidente. Tan sólo existía ﷓sin pensar cómo darse a sí misma- de la modernidad burguesa, su arrolladora pasión negativa» (Faces of Modernity: Avantgarde, Decadence, Kitsch, Bloomington, Indiana University Press, 1977, PP. 4, 42); esta es una oposición frontal a la anterior, un retrato con más tintes de alabanza y entusiasmo en favor de la disposición y realización de la modernidad, como por ejemplo en Baudelaire: «Todo aquello que es bello y noble aparece como resultado de la razón y del pensamiento. El crimen, al que el animal humano se aficiona en el útero materno, es de origen natural. La virtud, por el contrario, es artificial y supranatural (Baudelaire as a Literary Critic: Selected Essays, trad. Lois Boe Hylsop y Francis E. Hylsop, Pittsburgh, Pennsylvania State University Press, 1964, p. 298).
Desearía aclarar que entiendo por Modernidad un periodo histórico que echó a andar alrededor del siglo XVII en la Europa occidental con motivo de una serie de profundas transformaciones socioculturales e intelectuales y que alcanzó su madurez: 1) como proyecto cultural ﷓con el despliegue de la Ilustración; 2) como forma de vida socialmente instituida con el desarrollo de la sociedad industrial (capitalista y, posteriormente, también comunista). Por lo tanto, modernidad, tal y como empleo el término, no es sinónimo de modernismo. Este es una tendencia intelectual (filosófica, literaria, artística), que dio su paso definitivo a principios del presente siglo y que retrospectivamente puede ser visto (por analogía con la Ilustración) como un «proyecto» de postmodernidad o un estadio previo a la condición postmoderna. En el modernismo la modernidad tomó su mirada hacia sí misma e intentó alcanzar una nítida visión y autoconciencia que revelarían su imposibilidad de preparar el terreno hacia la condición postmoderna.
[...]. Este mundo irreflexivo e indiferente que precedió a la bifurcación en orden y caos se nos aparece como difícil de describir en sus propios términos. Intentamos asirlo con ayuda de las negaciones: nos decimos a nosotros mismos que el mundo no era lo que no contenía, lo que no conocía, de lo que no tenía conciencia. Ese mundo apenas era reconocido en sí mismo en nuestras descripciones. No se entendería de lo que estamos hablando. No habría sobrevivido a esa comprensión. El momento de tal comprensión hubiera sido el signo de su muerte incipiente. Históricamente esta comprensión era la última mirada del mundo pretérito; y el primer sonido de la modernidad emergente.
Podemos pensar la modernidad como una era en la que el orden ﷓del mundo, del hábitat humano, del sí﷓mismo individual y de la conexión entre los tres﷓ es reflejada en su interior; un asunto de consideración, interés y de una práctica que es consciente de sí misma, consciente de ser una práctica consciente y cauta del vacío que dejaría si se detuviera o meramente se erosionaría. Por motivos prácticos (la fecha exacta de nacimiento, repetimos, está obligada a perdurar como contencioso: el proyecto de datar es uno de los muchos foci imaginarii que, como las mariposas, no sobreviven al momento en el que el alfiler atraviesa su cuerpo y las fija en un enclave) estamos de acuerdo con Stephen L. Collins, quien en su reciente estudio adaptó la visión de Hobbes para señalar la marca de nacimiento de la conciencia de orden, que es ﷓en nuestra interpretación﷓ de la conciencia moderna, de la modernidad. (La conciencia, dice Collins, «aparece como la cualidad del orden percibido en las cosas».)
Hobbes entendía que el fluir del mundo era natural y que el orden debe ser creado refrenando el flujo natural. La sociedad no es sino un reflejo trascendentalmente articulado de algo predefinido, externo y más allá de la existencia ordenada jerárquicamente. La sociedad refiere a una entidad nominal dispuesta por el estado soberano que es su representación articulada [...] [Cuarenta años después de la muerte de Elisabeth] el orden pasó a ser comprendido, no como algo natural, sino artificial, creado por el hombre y manifiestamente político y social. El orden debe ser designado refrenando lo que aparece como ubicuo [es decir, el flujo] [...] El orden deviene un hecho de poder, y el poder un hecho de la voluntad, de la fuerza, del cálculo [...] Fundamental para la entera reconceptualización de la idea de sociedad era la conciencia de que la commomvealth, como orden que era, refería a una creación humana.
Collins es un escrupuloso historiador, cauteloso de los peligros del proyeccionismo y presentismo, sin embargo difícilmente puede evitar conferir al mundo pre﷓hobbesiano algunos rasgos propios de nuestro mundo post﷓hobbesiano ﷓aunque sólo fuera a través de la indicación de su ausencia; sin semejante estrategia de descripción el mundo pre﷓hobbesiano carecía para nosotros de significado alguno. Para lograr que nos hable el mundo, debemos hacer audible su silencio: apalabrar aquello de lo que el mundo no tiene conciencia. Debemos realizar un acto de violencia: obligar a que el mundo tome en consideración cuestiones de las que ha sido inconsciente y rechazar o evitar que esta inconsciencia del mundo haga de él algo distante e incomunicado para con nosotros. El intento de comunicar contravendrá su propósito. En este proceso de conversión forzada, reproduciremos la esperanza de comunicación más remota. Al final, en lugar de la reconstrucción de «otro mundo», construiremos nada más que «lo otro» de nuestro propio mundo.
Si es verdad que sabemos que el orden de las cosas no es natural, esto no significa que el otro mundo pre﷓hobbesiano fuera obra de la naturaleza: no se pensaba el orden en ningún caso y, por ello, no bajo una forma que nosotros entenderíamos como «pensar», no en el sentido en que pensamos ahora. El descubrimiento de que el orden no era natural fue el descubrimiento del orden como tal. El concepto de orden apareció en la conciencia sólo simultáneamente con el problema del orden, del orden como un hecho de estrategia y de acción, orden como una obsesión. El orden como problema surgió con el despertar de la actividad ordenadora, como un reflejo de prácticas ordenadoras. La declaración de la «no﷓naturalidad del orden» apoya una idea de este como de algo que se patentiza desde su ignota morada, de su no﷓existencia, de su silencio. «Naturaleza» significa, antes que otra cosa, nada más que el silencio del hombre.
Si es verdad que nosotros, los modernos, pensamos el orden como un asunto de estrategia general, esto no significa que antes de la modernidad el mundo esperara complacientemente la llegada del orden. El mundo vivía al margen de esta alternativa. Si es verdad que nuestro mundo está configurado por la sospecha de endeblez del artificio diseñado por el hombre y de las islas de orden elaboradas por el hombre entre el mar del caos, de ello no se deduce que antes de la modernidad el mundo creyera que el orden se extendía sobre el mar y el archipiélago humano; después de todo, no era consciente de la distinción entre tierra y agua.
Podemos decir que la existencia es moderna en la medida en que se bifurca en orden y caos. La existencia es moderna en la medida en que contiene la alternativa orden y caos. Orden y caos, y nada más. Pero el orden no apunta a un orden alternativo como sustituto. La lucha por el orden no refiere a un combate de una definición contra otra, la de una realidad articulada frente a una propuesta alternativa. Se trata de un combate de la determinación frente a la ambigüedad, de precisión semántica frente a la ambivalencia, de transparencia frente a la oscuridad, de claridad frente a lo difuso. El orden como concepto, como visión, como propósito, podía concebirse como medio para intuir la total ambivalencia, lo azaroso del caos. El orden está ocupado en la guerra de la supervivencia. Lo otro del orden no es otro orden: tan sólo el caos es la alternativa. Lo otro del orden es el hedor de lo indeterminado e impredecible. Lo otro es la incertidumbre, el origen y arquetipo de todo temor. Los tropos del «otro orden» son: indeterminación, incoherencia, incongruencia, incompatibilidad, ilogicidad, irracionalidad, ambigüedad, confusión, inexpresividad, ambivalencia.
El caos, «lo otro del orden», es la pura negatividad. Es la negación de todo lo que el orden se afana por ser. Frente a la negatividad se yergue la positividad que constituye la existencia del orden. Pero la negatividad del caos es un producto de la misma constitución del orden: es su efecto colateral, su desecho y la condición sine qua non de su posibilidad (reflexiva). Sin la negatividad del caos, no hay positividad de orden; sin caos no hay orden.
Podemos decir que la existencia es moderna en la medida en que está saturada por el sentimiento del «sin nosotros, el diluvio». La existencia es moderna en la medida en que es orientada por la urgencia del diseño: el diseño de sí﷓misma. La existencia en estado virgen, libre de toda intervención, la existencia desordenada para el hábitat humano deviene ahora naturaleza ﷓algo que no es confiado a sus propios mecanismos, algo que debe ser dominado, subordinado, rehecho, así como reajustado a las necesidades humanas. Algo que debe ser puesto en jaque, refrenado y contenido, alejado del estado amorfo y conformado﷓ con destreza y fuerza. Incluso si la forma ha sido predispuesta por la propia naturaleza, no se consuma sin ayuda y no perdura en estado de indefensión. Vivir de acuerdo con la naturaleza supone necesitar un buen número de tentativas de diseño y de organización y de control vigilante. Nada más artificial que la naturalidad; nada menos natural que pedir clemencia uno mismo a las leyes naturales. Poder, represión y acción determinante se encuentran entre la naturaleza y el orden consumado socialmente en el que lo artificial es natural.
Podemos decir que la existencia es moderna en tanto es efectuada y sustentada por el diseño, la manipulación, la dirección, la ingeniería. La existencia es moderna en tanto administrada por invención (es decir, por el conocimiento y tecnología con que se cuenta), por las agencias soberanas. Las agencias son soberanas en tanto en cuanto reclaman y defienden el derecho a dirigir y administrar la existencia: el derecho a definir y, por implicación, a poner a un lado el caos en tanto aquello que escapa a la definición.
La práctica típicamente moderna, la substancia de la política moderna, del intelecto moderno, de la vida moderna, es el esfuerzo por exterminar la ambivalencia: un esfuerzo por definir precisamente ﷓y por ahogar o eliminar algo que podría o debería ser definido. La práctica moderna no apunta a la conquista de tierras del exterior, sino a la necesidad de llenar puntos en blanco en el complet mappa mundi. La práctica moderna, no la naturaleza, es la que experimenta la no existencia del vacío.
La intolerancia es, por ello, la inclinación natural de la práctica moderna. La construcción del orden pone límites a la incorporación y admisión. Supone la negativa a derechos y fundamentos que no puedan ser asimilados ﷓para deslegitimación del otro. Mientras el afán de acabar con la ambivalencia guía la acción colectiva e individual, la intolerancia se mantendrá ﷓incluso si ella se esconde bajo la máscara de tolerancia (que muy frecuentemente significa: tú eres detestable, pero yo, siendo generoso, permitiré que sigas viviendo).
Lo otro del estado moderno es el territorio no humano o impugnado: la infradefinición o sobredefinición, el demonio de la ambigüedad. Con el asentamiento de la soberanía del estado moderno, este se ha convertido en el poder que define y establece las ﷓definiciones ﷓todo lo que se autodefine o dispone del poder para darse la definición es subversivo. Lo otro de esta soberanía es desbordamiento, inquietud, desobediencia, colapso de ley y orden.
Lo otro del intelecto moderno es la polisemia, la disonancia cognitiva, las definiciones polivalentes, la contingencia; los significados encubiertos en el mundo de pulcras clasificaciones y archivos acumulados. Con la soberanía del intelecto moderno, sobre él recae el poder de realizar y establecer las definiciones ﷓y todo aquello que elude una asignación inequívoca es una anomalía y un desafío. Lo otro de esta soberanía es la violación de la ley del tercio excluso.
En ambos casos, la resistencia a la definición establece el límite a la soberanía, al poder, a la transparencia del mundo, a su control, al orden. Esta resistencia es la señal obstinada e inflexible del flujo que el orden aspira a contener en vano; de los límites al orden; y de la necesidad de orden. El estado moderno y el intelecto moderno necesitan el caos ﷓aunque sólo para mantener la creación de orden. Estos prosperan en la vanidad de su esfuerzo.
La existencia moderna es agitada en la acción inquieta por la conciencia moderna; y la conciencia moderna es la sospecha o concienciación del carácter no concluyente del orden existente; una conciencia impulsada y dinamitada por la premonición de inadecuación, de no﷓viabilidad del diseño﷓de orden, por el proyecto de eliminación﷓de﷓la﷓ambivalencia; de la arbitrariedad del mundo y la contingencia de las identidades que le constituye. La conciencia es moderna en tanto en cuanto revela nuevas disposiciones de caos bajo la superficie del orden suministrado por el poder. La conciencia moderna critica, advierte y alerta. En su actividad constante desenmascara a cada momento su ineficacia. Perpetúa la práctica ordenada con la descalificación de sus realizaciones y la puesta en evidencia de sus defectos.
Por ello, se da una relación amor﷓odio entre la existencia moderna y la cultura moderna (en la forma mis, avanzada de autoconciencia), una simbiosis portadora de guerras civiles. En la era moderna, la cultura es la estrepitosa y vigilante oposición suprema que hace factible el gobierno. Entre arribas sólo hay necesidad y dependencia mutua ﷓la complementariedad que surge de la oposición, que es oposición. Sin embargo, la modernidad se resiente por las críticas ﷓no sobreviviría al armisticio.
Sería fútil determinar si la cultura moderna socava o sirve a la existencia moderna. Hace ambas cosas. Puede hacer a la una sólo a la vez que a la otra. La negación compulsiva es la positividad de la cultura moderna. La disfuncionalidad de la cultura moderna es su funcionalidad. Los poderes modernos luchan por un orden artificial necesitado de la cultura encargada de explorar las limitaciones del poder de artificio. La lucha por el orden informa que la exploración es informada por sus hallazgos. En el proceso, la lucha se desprende de su hubris inicial; la contienda nace de la ingenuidad e ignorancia. Aprende, en cambio, vivir con su propia permanencia, inconclusividad y perspectiva. Con optimismo, aprendería al final las difíciles artes de la modestia y tolerancia.
La historia de la modernidad es una historia de tensión entre la existencia social y su cultura. La existencia moderna compele a su cultura a mantener una oposición con ella misma. Esta conflictividad es precisamente la armonía que necesita la modernidad. La historia de la modernidad esboza su peligroso e inaudito dinamismo desde la celeridad con la que desecha sucesivas versiones de armonía, habiéndolas desacreditado como pálidos e imperfectos reflejos de sus foci imaginarii. Por la misma razón, puede interpretarse como una historia de progreso, como la historia natural de la humanidad.
Como forma de vida, la modernidad se hace posible a sí misma en virtud de su propio establecimiento en torno a una misión imposible. Es precisamente su esfuerzo no conclusivo el que convierte a la vida de la continua inquietud en factible e inevitable y excluye la posibilidad de que tal esfuerzo descanse.
La misión imposible se establece por los poderes materiales de verdad absoluta, pureza, arte y humanidad, así como orden, certidumbre y armonía, el final de la historia. Como todos los horizontes, nunca pueden alcanzarse. Como todos los horizontes, hacen posible el decurso de la vida con un propósito definido. Como todos los horizontes, conforme más rápido es el avance más irrevocable es el regreso. Como todos los horizontes, nunca permiten que el propósito de avance corra riesgo alguno. Como todos los horizontes, ellos tienen lugar en el tiempo y confieren al itinerario la ilusión de destino, dirección y cometido.
Los foci imaginarii ﷓los horizontes que cierran y abren, cercan y dilatan el espacio de la modernidad﷓ conjuran el fantasma del itinerario en el espacio exento por sí mismo de dirección. En el espacio, los senderos se constituyen al transitar y se borran a la vez que nuevos caminantes los transitan. Delante (y delante es donde ellos miran) de los caminantes el sendero es delimitado por la determinación de los caminantes en continuar; a sus espaldas, los senderos pueden imaginarse desde difusas hileras de pisadas consolidadas a ambos lados por consistentes contornos de despojos y escombros. «En un desierto ﷓dijo Edmond Jabés﷓ no hay avenidas, no hay callejones sin salida ni calles. Sólo ﷓aquí y allá﷓ fragmentarias huellas de pasos, rápidamente borradas y sacrificadas.»
La modernidad es lo que es ﷓una marcha obsesiva hacia adelante﷓, no porque quizás siempre quiere más, sino porque nunca avanza bastante; no porque incremente sus ambiciones y retos, sino porque sus retos son encarnizados y sus ambiciones frustradas, La marcha debe proseguir ya que todo lugar de llegada es una estación provisional. No existe un lugar privilegiado, no hay uno mejor que otro, desde ningún lugar el horizonte se encuentra más cercano que desde el otro. Esto obedece a que la agitación y la conmoción viven hacia fuera como una marcha hacia adelante; esto es por lo que el movimiento browniano parece contraer un anverso y un reverso, e, impacientemente, una dirección: es el detritus del combustible consumido y el hollín de las extinguidas llamas, que marcan las trayectorias del progreso.
Como observa W. Benjamin, la conmoción compele a un futuro que vuelve sobre sus pasos, mientras que la pila de escombros aumentaba antes de que ellos ascendieran al cielo. «Esta conmoción es lo que llamamos progreso.» La esperanza de llegada produce un impulso de huida. En el tiempo lineal de la modernidad, sólo se determina el punto de partida: y es el movimiento imparable de ese punto el que endereza la existencia descargada de afecto dentro de una línea de tiempo histórico. El indicador de esta línea no es la anticipación de una nueva buenaventuranza, sino la constatación de pasados horrorosos; el sufrimiento de ayer, no la felicidad de mañana. En cuanto a hoy ﷓se transforma el pasado antes de la caída del sol. El tiempo lineal de la modernidad se extiende entre el pasado que no puede perdurar y el futuro que no puede existir. No hay lugar para el punto medio. El tiempo, en su fluir, amaina en el mar de la miseria de modo que el indicador puede permanecer a flote.
Mantener un cometido imposible no supone valorar el futuro, sino devaluar el presente. No siendo lo que debe ser, el pecado del presente es original e irremediable. El presente siempre es deficiente, lo cual le hace repugnante, detesta inaguantable. El presente siempre está obsoleto y lo está antes de que llegue a existir. El instante se asienta en el presente, el codiciado futuro es envenenado por la emanación tóxica del pasado consumido. Su disfrute puede perdurar pero en un instante efímero: más allá de que (y el más allá comienza en el punto de salida) el regocijo adquiera un tinte de necrofilia, el logro se transforma en pecado y la inmovilidad en muerte.
Las dos primeras citas con las que comenzamos este ensayo son corroboradas por Dilthey: la plena claridad significa el final de la historia. El primero habla desde el interior de la modernidad aún joven y atrevida: la historia alcanzará el final y nosotros la redimiremos universalizándola. Derrida parece volver a la esperanza ya extinguida. Él tiene constancia de que la historia no finalizará y, por lo mismo, tampoco el estado de ambivalencia.
Existe otra razón por la que la modernidad dice desasosiego; desasosiego refiere a la imagen de Sísifo y a la pugna contra la inquietud del presente, la cual toma la apariencia de progreso histórico.
La guerra contra el caos se disgrega dentro de una multitud de contiendas locales en favor del orden. Estas contiendas se lidian por unidades de guerrilla. En buena parte de la historia moderna no existieron cuarteles generales desde los que coordinar las contiendas ﷓en todo caso, no existió ningún jefe superior capaz de explorar la inmensidad global del universo para ser conquistado y para amoldar el derramamiento de sangre local dentro de la conquista territorial. Existían solamente brigadas móviles de propaganda, que, con su discurso fervoroso, aspiraban a mantener en alto el espíritu de lucha. «Los gobernadores y los científicos igualmente (por no mencionar el mundo del comercio) observan los acontecimientos humanos como diseñados con intención.» Sin embargo, los gobernantes y científicos son insuficientes y así son sus objetivos. Todos los gobernantes y científicos guardan celosamente sus campos de acción y de ahí sus razones para establecer sus propósitos. Ya que los campos de acción se reducen al tamaño de sus poderes coercitivos y/o intelectuales, y los objetivos se ajustan a la medida de sus razones, sus contiendas son triunfantes. Los objetivos se alcanzan, el caos es expulsado de la entrada y los órdenes se establecen en el interior.
La modernidad se enorgullece de la fragmentación del mundo como su realización principal. La fragmentación es el primer foco de su vigor. El mundo que se desmorona en el interior de una plétora de problemas es manipulable. O, mejor dicho, desde que los problemas son manejables ﷓la cuestión de la manipulabilidad del mundo nunca puede aparecer como asunto a tratar o se pospone indefinidamente. La autonomía territorial y funcional que traslada en su despertar la fragmentación a los poderes consiste primero y principalmente en el derecho a no ampliar la mirada más allá del cerco y a no ser mirado más allá de él. La autonomía es el derecho a decidir cuando se mantienen los ojos abiertos y cuando conviene cerrarlos; el derecho a separarse, discriminar o disponer.
El impulso global de la ciencia ha sido [...] el de explorar el todo únicamente como la suma de sus partes. En el pasado se asumía que si se encontraba algún principio holístico, podría añadirse a las partes ya conocidas a modo de organizador. En otros términos, el principio holístico sería algo así como un administrador que dirige una burocracia.
Esta similitud, permítasenos añadir, no es accidental. Científicos y administradores comparten las cuestiones de soberanía y demarcación, y no se puede concebir el todo sin la imagen de más administradores y más científicos con su soberanía, sus funciones y áreas de conocimiento bien delimitadas (al modo en que M. Thatcher visualizaba Europa). Urólogos y laringólogos guardan la autonomía de sus departamentos clínicos (y, por eso, también de riñones y oídos) tan celosamente como lo hacen los burócratas que dirigen la industria, y guardan la independencia de sus departamentos y áreas de existencia humana sujetas a su jurisdicción.
Un modo de verificarlo es que la gran visión del orden ha devenido una hilera de problemas que son susceptibles de solución. La gran visión del orden destaca sobre la amalgama de problemas solubles ﷓similar a la mano «invisible» o al «sostén metafísico». Dado un pensamiento, la totalidad armoniosa espera revelarse, como ave Fénix desde las cenizas, en virtud del esfuerzo apasionado y asombroso por fragmentarlo.
Pero la fragmentación convierte la resolución del problema en el trabajo de Sísifo y la incapacita como herramienta creadora de orden. La autonomía de localidades y funciones no es sino una ficción devenida plausible por decretos y códigos de leyes. Se trata de la autonomía de un río o de un remolino 0 de un huracán (cortada la entrada y la salida del agua no hay fluir del río, cortada la afluencia y la salida del aire no hay tornado). La autarquía es el sueño de todo poder. Se debate en la ausencia de autarquía que ninguna autarquía puede vivir sin seguridad. Son los poderes los que están fragmentados; no así el mundo. La gente es multifuncional, las palabras polisémicas. O, tal vez mejor, la gente se convierte en funcional a causa de la fragmentación de las funciones; las palabras devienen polisémicas con motivo de la fragmentación de los significados. La opacidad emerge en el otro final de la lucha por la transparencia. La confusión se engendra desde la pugna en pos de la claridad. La contigencia se descubre en el lugar donde coinciden y chocan muchos esfuerzos de determinación.
Conforme más se consolida la fragmentación, más irregular y menos controlable resulta el caos. La autarquía admite recursos dirigidos al cometido que se tiene entre manos (existe una mano fuerte para dominar con firmeza el cometido), por lo cual convierte al cometido en algo factible y al problema en soluble. En tanto problema﷓resolución, se trata de una función de la iniciativa de poder; la escala de problemas solubles y resueltos se incrementa con la extensión de la autarquía (con el grado en el que las prácticas de poder que ocupan en su conjunto el enclave relativamente autónomo pasan de lo «relativo» a lo «autónomo»). Los problemas se amplifican. Así, también sus consecuencias. Conforme menos relativa es una autonomía más relativo es el otro. Conforme más definitiva es la solución dada a los problemas iniciales, menos manipulables son los problemas resultantes. Existió el cometido de incrementar los cultivos de la agricultura ﷓resueltos gracias a los nitratos. Existió el cometido de construir el suministro constante de agua ﷓resuelto gracias a la detención del flujo de agua en presas. Por ello, a continuación se necesitó purificar los suministros de agua envenenada por la filtración de nitratos no absorbidos ﷓resuelto por medio de la aplicación de fosfatos en la elaboración de plantas depurativas. Por lo mismo, el siguiente objetivo consistía en destruir las algas tóxicas que crecen en los depósitos ricos en compuestos de fosfato...
El tránsito hacia el orden pretendido extrajo su energía, como todo tránsito hacia el orden por hacer, del aborrecimiento de la ambivalencia. En todo caso, más ambivalencia fue el producto final del proyecto de apuntalamiento del fragmentado orden moderno. Numerosos problemas confrontan en nuestros días los administradores de órdenes locales que resultan de la actividad resolutoria de problemas precedentes. Buena parte de la ambivalencia a la que se enfrentan los ejecutores y teóricos de órdenes sociales e intelectuales se origina por los esfuerzos dirigidos a suprimir o declarar la no existencia de la endémica relatividad de la autonomía. Los problemas son creados en la resolución de problemas, novedosos espacios de caos se engendran por la actividad ordenadora. El progreso consiste primera y principalmente en la caducidad de soluciones de ayer.
El horror de la mezcla refleja la obsesión por la separación. La especificidad de la forma moderna de hacer las cosas obedece en su fundación a la separación de las prácticas. El armazón central de la práctica y del intelecto moderno es la oposición ﷓más en concreto, la dicotomía. Las visiones intelectuales que vuelven como imágenes a modo de árbol, de bifurcación progresiva, reflejan y verifican la práctica administrativa de escisión y separación: con cada bifurcación sucesiva la distancia entre los ramales del tronco original aumenta, sin ningún vínculo horizontal que compense el aislamiento.
La dicotomía es un ejercicio en el poder y, al mismo tiempo, su disfraz. (Aunque ninguna dicotomía se sustentaría sin el poder de separar, de discriminar, ello crea una ilusión de simetría.) Una simetría simuladora de los resultados encubre la asimetría del poder que, no en vano, es su causa. La dicotomía representa a sus miembros como iguales e intercambiables. Su existencia testifica la presencia de un poder diferenciador. Esta diferenciación fomentada por el poder es la que produce la diferencia. Se dijo que sólo la diferencia entre unidades de la oposición, no las unidades mismas, es significativa. Por lo mismo, la significatividad, al parecer, se genera en las prácticas del poder capaz de establecer la diferencia tele separación y de distinción.
En las dicotomías cruciales para la práctica y la visión del orden social el poder diferenciador se oculta como norma tras uno de los miembros de la oposición. El segundo miembro es el otro del primero, la cara opuesta (degradada, suprimida, exiliada) del primero y su creación. Por eso, la anormalidad es lo otro de la norma, la desviación, es el otro de la ley a cumplir, la enfermedad el otro de la salud, la barbarie el otro de la civilización, el animal el otro del hombre, el enemigo el otro del amigo, «ellos» el otro de «nosotros», la locura el otro de la razón, el extranjero el otro del compatriota, el público sin especialización alguna el otro del experto. Ambas caras dependen una de otra, pero la dependencia no es simétrica. La segunda depende del primero para su aislamiento forzoso. El primero depende del segundo para su autoafirmación.
La geometría es el arquetipo de la mente moderna. La rejilla es su tropo predominante (de ahí que Mondrian sea el más representativo entre los artistas visuales). Taxonomía, clasificación, inventario, catálogo y la estadística son las supremas estrategias de la práctica moderna. La maestría moderna consiste en el poder de dividir, clasificar y distribuir ﷓en el pensamiento, en la práctica, en la práctica del pensamiento y en el pensamiento de la práctica. Paradójicamente, es por este motivo por lo que la ambivalencia es el infortunio de la modernidad y el más preocupante de sus cometidos. La geometría muestra cómo sería el mundo si fuera geométrico. Pero el mundo no es geométrico. No puede ser metido a presión dentro de rejillas inspiradas geométricamente.
La producción de desperdicio (y, por tanto, lo relacionado con la disposición al derroche) es tan moderna como la clasificación y el diseño del orden. Las malezas son el desperdicio del campo, las calles el desperdicio del urbanismo, la disidencia el de la unidad ideológica, la herejía el de la ortodoxia, el criminal extranjero el del edificio estato﷓nacional. Son desperdicios en tanto desafían la clasificación y desmienten el buen orden de la rejilla. Son mezclas de categorías no aceptadas que no deben mezclarse. Reciben su sentencia de muerte por la resistencia a la separación. El hecho de que no se sentaran al otro lado de la barricada, de que esta no se hubiera construido en primer lugar, eso no sería considerado como una defensa válida por un tribunal moderno. El tribunal está ahí para preservar la buena proporción de las barricadas que han sido construidas.
Si la modernidad es producción de orden, la ambivalencia es el desperdicio de la modernidad. Tanto el orden como la ambivalencia son igualmente productos de la práctica moderna; y nadie excepto la práctica moderna ﷓siempre vigilante- debe corroborarlo. Ambos comparten en la contingencia típicamente moderna la desfundamentación del ser. La .ambivalencia es lo que más preocupa e inquieta en la era moderna, desde que, a diferencia de otros enemigos derrotados y dominados, aumenta complementariamente con los muchos logros de los poderes modernos. Es su propio fracaso el que la actividad construye como ambivalencia.
Los siguientes ensayos focalizarán primeramente su atención sobre varios aspectos de la lucha moderna contra la ambivalencia, que, en su discurrir y por fuerza de su lógica interna, pasa a ser la principal fuente del fenómeno que se pretende extinguir. A continuación, se bosquejará la gradual aparición de la diferencia en el seno de la modernidad y se considerará lo que puede suponer vivir en paz con la ambivalencia.
Hay amigos y enemigos. Y también extranjeros.
Los amigos y enemigos se encuentran en oposición recíproca. Los primeros son la negación de los segundos y viceversa. Esto no hace sino evidenciar su misma condición. Como otro buen número de oposiciones que ordenan simultáneamente el mundo en el que vivimos y nuestra vida en él, se trata de una variación de la oposición dominante entre interior y exterior. El exterior es lo que niega la positividad de lo interior. El exterior es lo que no es el interior. Los enemigos son la negatividad de la positividad de los amigos. Los enemigos son los que no son los amigos. Los enemigos son los amigos que abandonan tal condición; son el desgarro de la sencillez del amigo, la ausencia que refiere a la negación de la presencia' del amigo. La repugnante y lesiva «exclusión» de los enemigos﷓. es, como decía Derrida, un suplemento ﷓y además, desplazamiento de la agradable y reconfortante «inclusión» de los amigos. Únicamente por la cristalización y solidificación de lo que ellos no son (o lo que no pretenden ser, o, lo que no dirían que son), en la contraimagen de los enemigos, los amigos pueden afirmar que son lo que quieren ser y quieren ser considerados como ser.
Aparentemente, hay una simetría: no habría enemigos en caso de no haber amigos, y no habría amigos si no es por el abismo abierto con respecto a la hostilidad del exterior. La simetría, sin embargo, es una ilusión. Son los amigos quienes definen a los enemigos y la apariencia de simetrías es, en sí misma, un testimonio de su poder asimétrico de definir. Son los amigos los que controlan la clasificación y la asignación. La oposición es una realización y autoafirmación de los amigos. Es el producto y la condición de la dominación narrativa de los amigos, de la narrativa de los amigos como dominación. En la misma medida que ellos dominan la narración, establecen su vocabulario y lo cargan de significado, los amigos están en casa, cómodamente entre amigos.
Esta escisión entre amigos y enemigos produce la vita contemplativa y la vita activa dentro de un juego de reflejos del que participan ambos. Aún más importante, garantiza su coordinación. Sujetos al mismo principio de estructuración, conocimiento y acción concuerdan, de modo y manera que el conocimiento puede modelar la acción y esta confirma la verdad del conocimiento.
La oposición amigos/enemigos separa verdad de falsedad, bueno de malo, belleza de fealdad. Separa entre propio e impropio, correcto e incorrecto, exquisitez e indecencia. Hace legible el mundo y, con ello, instructivo. Disipa las dudas. Proporciona la capacidad de avanzar en el conocimiento. Asegura que cada cual siga su camino. Hace que la elección parezca revelar la necesidad efectuada por la naturaleza tele modo que la necesidad realizada por el hombre puede ser inmune a los caprichos de la elección.
Los amigos son destacados por los pragmáticos de la cooperación. Los amigos son modelados por la responsabilidad y deber moral. Los amigos son aquellos de cuyo bienestar soy responsable untes de que correspondan y prescindiendo de su reciprocidad; sólo sobre esta condición se lleva a efecto la cooperación, un vínculo ostensiblemente contractual y consolidada en ambas direcciones. La responsabilidad debe ser un don si se encuentra en condiciones de entrar en un intercambio.
Los enemigos, por otra parte, se destacan por los pragmáticos del enfrentamiento. Se constituyen gracias a la renuncia a la responsabilidad y al deber moral. Los enemigos son aquellos que deniegan la responsabilidad en favor de mi bienestar antes de que yo admita mi responsabilidad por los otros y prescindiendo de mi renuncia; sólo sobre esta condición se lleva a efecto el enfrentamiento, con el cual colisionan ambas posiciones y entran recíprocamente en una acción hostil.
Mientras que la anticipación de la amistad no es necesaria para la construcción de los amigos, la anticipación de la enemistad es indispensable en la construcción de enemigos. Por ello, la oposición entre amigos y enemigos es entre hacer y padecer, entre la de ser un sujeto o un objeto de la acción. Se trata de oposición entre ofrecerse y recular, entre iniciativa y vigilancia, dominar y ser dominado, actuar y responder.
Con toda la oposición normal entre ellos, o ﷓más bien por tal oposición, ambos modos opuestos entre sí están entroncados. Siguiendo a Simmel, podemos decir- que la relación de amistad y enemistad, y sólo ellas, son formas de socialidad; de hecho, son formas arquetípicas de toda socialidad, y en conjunto constituyen su matriz con dos puntas. Constituyen la estructura dentro de la que la socialidad es posible; delimitan la posibilidad de «ser con otros». Ser un amigo y ser un enemigo son dos modalidades en las que el otro puede ser reconocido como otro sujeto, constituido como un «sujeto en tanto sí﷓mismo», asumido en el interior de su propio mundo de la vida, otro concebido y devenido relevante. Sin la oposición entre amigo y enemigo, ninguno de ellos sería posible. Sin la posibilidad de ruptura del vínculo de la responsabilidad, esta no se imprimiría como deber. Sin la posibilidad de diferencia, dice Derrida, «el deseo de la presencia como tal no encontraría su espacio para respirar. Esto supone que el deseo conlleva en sí﷓mismo el destino de su no﷓satisfacción. La diferencia produce lo que prohibe, haciendo posible todo lo que hace imposible».
Contra este cómodo antagonismo, esta confabulación de amigos y enemigos desgarrada por el conflicto, el extranjero se rebela. La amenaza que él conlleva es más terrible que el temor que alguien púedé tener de su enemigo. Amenaza la sociáIidad en sí misma ﷓la posibilidad de socialidad. Él considera algo menor la oposición entre amigos y enemigos en tanto compleat mappa mundi, como la diferencia que consuma todas las diferencias y, por ello, nada deja fuera de sí misma. Como oposición, es el sustrato sobre el que descansa toda la vida social y todas las diferencias que la mantienen como un todo; mientras tanto, el extranjero mina la vida social misma. Est0obedece a que el extranjero ni es amigo ni enemigo; inclusive, puede reunir en sí mismo ambas categorías, dicho de otro modo, no sabemos ni tenemos forma de saber cuál es su condición.
El extranjero es un miembro (quizá el principal, el arquetípico) de la familia de los innombrables ﷓esas desconcertantes y, sin embargo, omnipresentes unidades que, en palabras de Derrida, «no pueden ser incluidos dentro de la oposición (binaria) filosófica, a la que niega y desorganiza, sin constituir un tercer término sin dar salida a una solución bajo la forma de dialécticas especulativas». He aquí unos ejemplos de «innombrables» propuestos por Derrida.
El pharmakon: el genérico término griego alude tanto a los remedios como a los venenos (el término es empleado en el Fedro de Platón como un símil de la escritura, y por este motivo ﷓desde la perspectiva de Derrida﷓, la acepción dada por Platón es indirectamente responsable, a través de las traducciones que pretendieron eliminar su ambigüedad inherente, de la dirección tomada en Occidente por las metafísicas postplatónicas). Pharmakon, por decirlo así, es «la polisemia regular, prescrita que lleva consigo la indeterminación o sobredeterminación, pero sin que una traducción defectuosa privilegie una versión exclusivista de la citada palabra en términos de “remedio”, “receta médica”, “veneno”, “droga”, “depurador”, etc. Debido a su condición, pharmakon es, primero y principalmente, algo poderoso en virtud de su ambivalencia y ambivalente en virtud de su poder. Tiene parte de sano y enfermo, de afable e ingrato». Pharnzakon, tras lo dicho, «no es ni remedio ni veneno, ni Dios ni diablo, ni interior ni exterior». Pharmakon aniquila y anula la oposición ﷓la enorme posibilidad de oposición.
El hymen: de nuevo la palabra griega alude, al mismo tiempo, a la membrana y al matrimonio, por lo cual refiere al mismo tiempo a la virginidad ﷓la diferencia firme e inflexible entre el «interior» y el «exterior»﷓ y a su violación por la copulación de uno mismo con otro. Por tanto, hymen «no es ni confusión ni distinción, ni identidad ni diferencia, ni copulación ni virginidad, ni disfraz ni desenmascaramiento, ni interior ni exterior, etc.».
El suplemento: en francés este término alude a adición y sustitución. Es, principalmente, el otro que «se incorpora», el exterior que penetra en el interior, la diferencia que se convierte en identidad. Por ello, el suplemento «no es un más o menos, ni un exterior ni el complemento de un interior, ni acción, ni esencia, etc.».
Innombrables son todos los ni esto l ni aquello; dicho de otro modo, se oponen al esto o aquello. Su indeterminación es su potencia: ya que no son nada, pueden ser todo. Arruinan el poder establecido de la oposición y el poder establecido de los narradores de la oposición. Las oposiciones proporcionan conocimiento y acción; los innombrables las paralizan. Los innombrables exponen brutalmente el artificio, la fragilidad, lo postizo de las separaciones más vitales. Llevan sobre sí el exterior en el interior y corrompen el sosiego del orden con la sospecha del caos.
De este modo actúan los extranjeros.
El horror de la indeterminación
La claridad cognitiva (clasificatoria) es un reflejo, un equivalente intelectual de la seguridad en la conducta. Ambas consideraciones llegan y parten juntas. Su alto grado de vinculación lo constatamos en un instante al recalar en un país extranjero, al escuchar un idioma extraño, al contemplar una conducta poco familiar. Los problemas hermenéuticos con los que nos las habernos ofrecen un primer destello de una aterradora parálisis conductual que sigue al fracaso de la disposición clasificatoria. Entender, al decir de Wittgenstein, es saber cómo actuar. Por ello, los problemas hermenéuticos (que aparecen cuando el significado no es irreflexivamente evidente, cuando tomamos consciencia de que las palabras y el significado no son la misma cosa, que existe un problema del significado) son catalogados como molestos. Los irresueltos problemas hermenéuticos refieren a la incertidumbre en el sentido de cómo interpretar una situación y qué respuesta es la que corresponde para obtener los resultados pretendidos. Esto es, la incertidumbre es confusión y se experimenta como inquietud. En el peor de los casos, conlleva un sentido de peligro.
Buena parte de toda organización social se puede interpretar como sedimentación de un esfuerzo sistemático encaminado a reducir la frecuencia con la que los problemas hermenéuticos hacen acto de presencia y a mitigar la desazón que nos causan a su paso. Tal vez el método más común de llevar a cabo esto es el de la separación territorial y funcional. Como si al aplicar este método por completo y con un efecto máximo, los problemas hermenéuticos disminuyeran al modo en que se reduce la distancia física y crece el campo y la frecuencia de interacción. La posibilidad de una comprensión defectuosa se materializaría si el principio de separación, si la lógica «restricción de la interacción en sectores de una comprensión común y de interés mutuo», hiera observada con escrúpulo.
El método de la separación territorial y funcional es desplegado exterior e interiormente. Las personas que necesitan atravesar un territorio dentro del cual se ven envueltas en problemas hermenéuticos, buscan enclaves señalados para el uso de visitantes y los servicios de mediadores funcionales. Los países receptores de turistas, que esperan un flujo constante de grandes cantidades de «visitantes poco instruidos culturalmente», reservan tales enclaves y preparan a los mediadores con antelación.
La separación territorial y funcional es un reflejo de los problemas hermenéuticos existentes; se trata, sin embargo, de un factor muy influyente en la perpetuación y reproducción de los mismos. Mientras la separación permanece continua y estrechamente custodiada, es poco probable que la confusión interpretativa (o, al menos, la expectativa de semejante confusión) disminuya. La persistencia y la posibilidad constante de problemas hermenéuticos pueden catalogarse simultáneamente como el motivo y el producto de los esfuerzos tendentes a establecer límites. Tales problemas hermenéuticos tienen tendencia a la perpetuación. La demarcación de límites no es algo infalible, y cruzarlos se antoja como algo difícil de evitar; los problemas hermenéuticos persisten como un «espacio gris» que circunda el mundo familiar de la vida cotidiana. El espacio gris está habitado por extraños; por los aún﷓no﷓clasificados, o, más bien, clasificados por criterios semejantes a los nuestros, si bien desconocidos por nosotros.
Los «extraños» se presentan bajo diferentes tipos de desiguales connotaciones. Una gama del conjunto es ocupada por aquellos que residen en tierras remotas (es decir, difícilmente visitadas) y, con ello, se encuentran limitados en la función del establecimiento de límites del territorio familiar (el ubi leones, escrito en la parte inferior, simboliza advertencias de peligro en los bordes externos de los mapas de Roma). El intercambio con tales desconocidos (si tiene lugar) es alejado de la rutina cotidiana y del tejido habitual de interacción ﷓como una función típica de una categoría especial de gente (viajante comercial, diplomático o etnógrafo) o una ocasión especial para el resto. Tanto el territorial como el funcional, son medios de separación institucional que protegen ﷓refuerzan﷓ al colectivo frente a la falta de familiaridad con los desconocidos. Custodian, aunque oblicuamente, la integridad de su propio territorio. Contrario a la opinión ampliamente difundida, el acontecimiento de la televisión, esa gigante y asequible mirilla mediante la cual se pueden verificar las costumbres desconocidas, no ha eliminado la separación institucional ni ha disminuido su efectividad. Se puede decir que la «aldea global» de McLuhan no se ha materializado en realidad. El entramado del cine o de la pantalla televisiva ataja el peligro de esparcimiento con más efectividad que los hoteles turísticos y los campings; la unilateralidad de la comunicación sitúa a los desconocidos en un compartimento estanco del todo incomunicado. La reciente invención de «galerías comerciales» temáticas, villas caribeñas y altares polinesios amontonados bajo un mismo techo, ha conducido a la vieja técnica de separación institucional al nivel de perfección alcanzado en el pasado sólo por el zoo.
El fenómeno de la índole del extranjero no puede, sin embargo, ser reducido a la generación ﷓fastidiosa﷓ de problemas hermenéuticos. La insolvencia de la clasificación aprendida trastorna bastante, si bien no alcanza la condición de desastre mientras pueda referirse a un conocimiento ausente. Aunque tan sólo aprendí ese lenguaje, aunque tan sólo me introduje en el misterio de esas costumbres desconocidas... Por sí mismos, los problemas hermenéuticos no socavan la verdad del conocimiento, ni impiden 1a accesibilidad a la conducta certera. Antes bien, los refuerzan. El modo en que ellos definen el remedio entendido, con aprendizaje, de otro fnétodo de clasificación, otro marco de oposiciones, los significados de otras señales, únicamente corrobora la fe en el orden esencial del mundo y particularmente en la capacidad ordenadora del conocimiento. Una moderada dosis de confusión es aceptada con agrado porque se resuelve﷓ en ﷓él cóñfort del sosiego (como algún turista sabe, la mayor atracción es el viaje por el extranjero, y cuanto más exótico mejor). La diferencia es algo con lo que se puede vivir, mientras se crea que la otra parte del mundo es, como nosotros, un «mundo con llave», un mundo estructurado como el nuestro; un mundo sólo habitado por otros amigos o enemigos sin ningún tipo de híbrido entre ellos falsea la visión y perturba la acción; y con preceptos y divisiones, uno nada podría saber todavía, pero sí podría aprender en caso de que fuera necesario.
Algunos extranjeros no son como los﷓todavía por﷓nombrnr; son, en principio, innombrables. Son la premonición de ese «tercer elemento», que no debería existir. Son los verdaderos híbridos, los monstruos ﷓no sólo inclasifzcados, sino inclasificables. Ellos no cuestionan sólo esta oposición aquí y ahora: cuestionan las oposiciones, el principio de la oposición, la plausibilidad de la dicotomía que sugiere y la posibilidad de separación que demanda. Desenmascaran la frágil artificialidad de la división. Destruyen el mundo. Dilatan la inconveniencia transitoria del «no saber cómo actuar» en una parálisis terminal. Deben ser tabuizados, desarmados, suprimidos, exiliados física o mentalmente ﷓o el mundo puede sucumbir.
La separación territorial y funcional deja de ser suficiente para que el desconocido devenga el auténtico extranjero, descrito por Simmel como «aquel que hoy llega y mañana se establece». El extranjero es aquel que se niega a permanecer confinado en un «lugar lejano» o a abandonar nuestro término y, por esto, desafía a priori la simple estrategia de la separación espacial y temporal. El extranjero entra en el mundo de la vida y en él se establece, de modo que ﷓a diferencia de los muchos desconocidos﷓ pasa a ser relevante si él es un amigo o un adversario. Realizó este tránsito hacia el mundo de la vida sin estar invitado, con lo cual me arroja hacia el lado del receptor de una iniciativa, y me convierte en el objeto de la acción de la que él es sujeto: todo esto recuerda a los rasgos del enemigo. Sin embargo, a diferencia de los enemigos convencionales, no es mantenido a una distancia segura, ni en el lado contrario en la línea de batalla. Incluso, reclama el derecho a ser un objeto de responsabilidad ﷓el conocido atributo del amigo. Si le imprimimos la oposición amigo/enemigo, supondría simultáneamente su infradeterminación y sobredeterminación. Y, de hecho, pondría de manifiesto el fracaso de la oposición en sí misma. Es una amenaza constante para el orden del mundo.
Aunque no sólo por esta razón. Hay más. Por ejemplo, el inolvidable e indispensable pecado de su llegada tardía: el hecho de que él ha invadido el ámbito del mundo﷓de﷓la﷓vida en un instante del tiempo que se precisa con exactitud. Él no perteneció al mundo﷓de﷓la﷓vida «inicialmente», «originalmente», «desde el principio», «desde tiempo inmemorial», de modo que pone en cuestión la extemporalidad del mundo﷓de﷓la﷓vida, socorre a la «mera historicidad» de la existencia. La memoria del acontecimiento de su llegada hace de su presencia un evento en la historia más que un hecho de la naturaleza. Su tránsito de lo extemporáneo a lo histórico violaría un límite importante en el mapa de la existencia y, por ello, ha de ser evitado; semejante tránsito equivaldría, después de todo, a la aceptación de que la naturaleza es en sí misma un acontecimiento en la historia y que, primordialmente, la apelación al orden natural o derechos naturales no merece un tratamiento preferencial. Ser un acontecimiento en la historia, tener un inicio, la presencia del extranjero siempre conlleva la posibilidad de un final. El extranjero tiene libertad para irse. Puede verse forzado a irse ﷓o, al menos, puede ser obligado a irse sin violar el orden de las cosas. A pesar de ser prolongada, su estancia como extranjero es transitoria ﷓otra infracción en la división que debe mantenerse intacta y preservada en nombre de la seguridad, de la existencia ordenada.
Incluso aquí, sin embargo, la engañosa incongruencia del extranjero no tiene final. El extranjero socava el ordenamiento espacial del mundo ﷓de la lucha por la coordinación entre la proximidad moral y topográfica y del estar﷓juntos de los amigos y del alejamiento de los enemigos. El extranjero perturba la resonancia entre la distancia física y psíquica: él está físicamente cerca mientras fue espiritualmente se encuentra muy lejano. Él aporta al círculo interior de la proximidad el tipo de diferencia y diversidad que son anticipados y tolerados sólo en la distancia donde pueden ser rechazados como irrelevantes o repugnados como hostiles. El extranjero representa una «síntesis disonante y ofensiva de proximidad y lejanía». Su presencia es un desafío a la solidez de las demarcaciones ortodoxas y a los utensilios universales de producción de orden. Su proximidad (como toda proximidad, de acuerdo con Levinas) sugiere una relación moral, mientras su lejanía (como toda lejanía, de acuerdo con Erasmo) permite una relación contractual: otra importante oposición comprometida.
Como siempre, la incongruencia práctica sigue a la conceptual. El extranjero que se niega a marchar transforma gradualmente su residencia transitoria en morada definitiva ﷓de manera que su otra y «original» casa se pierde en el pasado y se disipa en su totalidad. Por otra parte, sin embargo, mantiene (aunque sólo en teoría) la libertad para marcharse y tiene la capacidad de observar las condiciones del lugar al que ha llegado con una ecuanimidad de la que los nativos difícilmente pueden hacer gala. Por ello, surge otra síntesis congruente ﷓esta vez entre la militancia e indiferencia, partidismo y neutralidad, desinterés y participación. El compromiso que el extranjero declara, la lealtad que promete, la dedicación que manifiesta no pueden ser dignos de confianza: estos se materializan en una válvula de seguridad de fácil huida, que los nativos persiguen con frecuencia pero de la que pocas veces disponen.
El irredimible pecado del extranjero es la incompatibilidad entre su presencia y otras presencias, fundamentalmente, con el otro orden; su ataque simultáneo a las muchas oposiciones que fungen como el instrumental con el que se acomete la incesante labor de ordenación. Este es el pecado, por el que la historia moderna atribuye al extranjero la condición de portador y representante de la incongruencia: el extranjero es aquel que lleva consigo la incurable enfermedad de la incongruencia múltiple. El extranjero es, por otro motivo, el veneno de la modernidad. Puede servir como ejemplo arquetípico de le visques de Sartre, o, de the slimy de Mary Douglas ﷓un ser ambivalente, sentado a horcajadas en una barricada asediada por combatientes (o, más bien, una sustancia vertida sobre la superficie de la barricada), emborronando una línea límite vital para la construcción de un orden social particular o un mundo﷓de﷓la﷓vida concreto.
La clasificación binaria desplegada en la construcción del orden no puede recubrir totalmente la experiencia no﷓discreta, continua de la realidad. La oposición, producida por el horror a la ambigüedad, deviene el principal foco de ambivalencia. El esfuerzo de clasificación supone inevitablemente la producción de anomalías (es decir, de fenómenos que son percibidos como «anómalos» sólo en tanto en cuanto alcanzan a las categorías cuya existencia independiente supone el significado del orden). Por ello, «toda cultura debe habérselas con acontecimientos que parecen contravenir sus presupuestos. No puede ignorar las anomalías que su esquema produce, sin poner en peligro la seguridad alcanzada». Difícilmente se da una anomalía más anómala que el extranjero. Este se sitúa entre el amigo y el enemigo, entre el orden y el caos, entre el interior y el exterior. Él tolera la deslealtad de los amigos, la sagaz asimilación de los enemigos, la falibilidad del orden, la vulnerabilidad del interior.
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ZYGUMNT BAUMANN es Catedrático de Sociología en la Universidad de Leeds. Entre sus publicaciones destacan “Modernidad y Holocausto” (1989), “Modernidad y Ambivalencia” (1991) y “Mortalidad, Inmortalidad y otras estrategias de vida” (1992).